lunes, 27 de octubre de 2008

El confesionario

Las campanas de la iglesia tocan el último aviso para la misa de las ocho mientras en la sacristía el Padre Rafael se abrocha los últimos botones de la sotana, se coloca bien el alzacuellos y pasa alrededor de sus hombros la estola morada delante del espejo. La imagen que le devuelve es la de un hombre de mediana edad, algo canoso, delgado y de semblante relajado.

Al salir a la iglesia se encuentra con Antonia, una de las feligresas que le ayudan en las tareas diarias, en la ayuda a los pobres y en las liturgias.
- Antonia, ¿está todo ya preparado para la misa?
- Si, padre.

El Padre Rafael va hacia el altar, prepara el cáliz y las bandejas y después va hacia las puertas de la iglesia. Siempre le ha gustado ir al encuentro de los fieles como si los recibiera en su propia casa. Se coloca en el primer escalón y va saludando a cada uno de ellos: todos aquellos ancianos, parejas jóvenes, hombres y mujeres que forman todo aquél pueblo de provincias en el que le ha tocado ejercer su oficio. Conoce a todos y cada uno de ellos, su nombre, su historia, su vida ... Manolo, su mujer y sus siete hijos, Margarita con su hija minusválida, Tomás que se quedó viudo hace un año, o Ana, sola desde que murió su madre hace 6 meses y que parece que ha encontrado refugio en la iglesia.

Cierra la puerta una vez han entrado todos ellos y camina lentamente hacia el altar. Empieza la misa, que se alterna entre oraciones, alguna homilía, un pequeño trozo del evangelio leído por Antonia, Eva o Ursula, y algunos cantos de la pequeña coral que han montado algunas de las feligresas. Desde su silla oye emocionado la entonación de todas ella, y especialmente de Ana, que además toca melodiosamente el órgano, creando una bella música.

Prepara el ritual de la comunión y todo el pueblo forma una larga cola delante de él para tomar el santo pan. Se siente orgulloso de aquellos niños que desde hace poco se acercan a él y se emociona con los ancianos que caminan a duras penas. Los mira a todos a los ojos, hasta que se encuentra con unos ojos intensos, tan emocionados como los de él, los de Ana.Se acerca a él un paso más, se inclina un poco y entreabre los labios. El le ofrece la comunión y al retirar sus dedos los roza por unos segundos con la piel de ella. Se entrecruzan una última mirada y un escalofrío le recorre el cuerpo. Siente turbado que se le desvía la mirada hacia la dirección que ha tomado ella, pero rápidamente reacciona.

Diez minutos más tarde acaba el ritual, todo el mundo se marcha poco a poco y él se retira al confesionario como hace después de cada misa. Ya hay alguna viejecita esperando y sonríe para sí mismo pensando qué pecados habrá creído cometer aquella pobre mujer.Escucha silencioso un par de voces ancianas que piden más un consejo cotidiano que la absolución a sus pecados, hasta que oye una voz familiar que le saluda a través de la reja: es una voz femenina, joven y armoniosa. La reconoce al instante y su piel se eriza sin poder remediarlo. Su oído se agudiza y no puede reprimir un pequeño carraspeo:
- ¿en qué puedo ayudarte, hija mía?
- Padre, he cometido un gran pecado.
- Cuéntame, hija.
- Padre, me ha costado mucho reunir la fuerza suficiente para poder venir a hablar con usted, pero la vida se me ha hecho insoportable. Usted es para mí... una luz, mi única ilusión, padre.
- Hija mía, la fe es un gran apoyo para todos nosotros – dice el padre Rafael con un hilo de voz.
- No, padre, no se trata de eso. No sé cómo decirlo .... padre, yo le quiero, estoy enamorada de usted y siento que necesito estar a su lado como necesito el aire para respirar.
- Pero, hija... – y en ése mismo momento, y sin tiempo a reaccionar, oye levantarse a Ana al otro lado y el eco de sus pisadas apresuradas por el pasillo de la iglesia en dirección a la calle.

El sacerdote sale a toda prisa del confesionario, no hay nadie en toda la iglesia, y logra atrapar a Ana justo antes de que salga. Su corazón late a toda prisa, su mente está nublada y la única imagen que le invade ahora es la de sus dedos rozando levemente los labios de Ana hace un rato.La agarra del brazo, la chica se gira ruborizada y sin pensar un instante, se abrazan y se unen en un largo beso. El tiempo parece detenerse hasta que se unen en uno solo en la habitación de él. El sacerdote siente que su mundo se ha empequeñecido para reducirse a ésos ojos, a sus mejillas arreboladas, a su respiración entrecortada, a la unión de sus cuerpos y el tacto de la piel de Ana y cuando todo acaba, él cae rendido en un profundo sueño abrazado a ella.

Horas más tarde, el padre Rafael se despierta empapado en sudor a causa de terribles pesadillas. Ana ya no está allí. Mira a su alrededor y por un momento no reconoce nada. No puede creer lo que ha sucedido. Siente que su mundo, sus principios, su fe, todo se tambalea.
Se pone la sotana y los primeros rayos de luz que se cuelan por las vidrieras de la iglesia lo encuentran rezando de rodillas delante del altar con su rosario entrelazado entre los dedos.No es consciente de lo que pasa a su alrededor hasta que Antonia le toca levemente el hombro:
- Padre, debo prepararlo todo para la liturgia, pero no encuentro el cáliz ni la bandeja de plata.
- ¿Cómo? ¿Has mirado en la sacristía y en el otro armario?
- Si, Padre.
- Bueno, no te preocupes... luego lo buscaré yo más tranquilamente. No te pongas nerviosa. Coge los de la otra colección.

La siguiente misa la lleva a cabo maquinalmente, sin darse cuenta de nada, lo único que hace es recorrer la mirada entre la gente, intentando ver entre aquellas caras la de Ana, pero sin éxito. A la vez, siente una presión en el pecho y una incertidumbre que le llena el corazón.

Una vez acabada la misa, se dirige al confesionario, pero se detiene en seco antes de sentarse. Encuentra un sobre cerrado en el asiento. Lo abre y encuentra la siguiente nota:"Perdóneme Padre, por los pecados que he cometido. Hace tiempo que rondaban malos pensamientos por mi cabeza y hoy le he hecho incurrir a usted en un pecado infame que jamás me podré perdonar.No sé si habrá salvación para mí, ya que además de todo ésto, he robado a la santa Iglesia objetos sagrados, pero son quizás mi única oportunidad de poder escapar del pueblo y de la deshonra tan grande en la que he caído.Perdóneme, Padre, por los pecados que he cometido".

El sacerdote cierra los ojos. Siente a la vez como si parte de su alma muriera y otra renaciera con más fuerza y fe. Rompe la nota y la guarda en el bolsillo de la sotana mientras abre la portezuela del confesionario. Maria, una viejecita que se confiesa todos los martes, le dice....
- Perdóneme, Padre, porque he pecado.

sábado, 4 de octubre de 2008

EL BUSCADOR

Cada cierto tiempo alguien en el mundo enloquece. Lógico, demasiada información almacenada en nuestras cabezas. Cada cierto tiempo alguien coge su cordura, lía un cigarro con ella, y se lo fuma lanzando absurdos anillos de humo al enrarecido aire del universo. Ha llegado mí turno, intuyo.

Recogió sus cosas y se marchó sin más. Esta mañana. Hacía tiempo que las cosas no iban bien entre nosotros. La culpa es mía, supongo. Se levantó, hizo la cama, se metió en el baño y permaneció diez minutos delante del espejo sin cerrar la puerta, sin moverse. Después salió y comenzó a recoger sus cosas mientras yo permanecía de pie en medio del pasillo sin decir nada. Al abrir la puerta para marcharse acompañó el gesto con una mirada muda y se fue.

Más tarde pensé que debí haberla acompañado al taxi, pero lo cierto es que no lo hice. Permanecí de pie en medio del pasillo unos segundos, unos minutos, un rato. De repente volví a andar como si fuera la primera vez que lo hacía y me dirigí a la cocina. Me serví un café y fui al estudio a sentarme delante del ordenador.

La pantalla negra del monitor estaba en reposo, hecho señalado sólo por la luz intermitente del botón de encendido. Zarandeé el ratón y, tras una espera de menos de un segundo, se iluminó la pantalla y apareció el navegador.

Hace semanas o quizás meses, no recuerdo ya cuándo, hice un descubrimiento, un gran hallazgo. Las cosas todavía iban bien en aquel tiempo. Llevaba varios meses enfrascado en dar los últimos retoques a mi tesis sobre sistemas planetarios extrasolares para obtener el doctorado en astrofísica. La tesis se centraba, concretamente, en el estudio de los planetas que orbitan alrededor de estrellas de neutrones conocidos también como planetas púlsar.

Cuando en julio de 1967 los científicos, de la universidad de Cambridge, Jocelyn Bell y Antony Hewish, detectaron por vez primera las radiaciones de onda corta intermitentes, que provenían de una de esas estrellas, creyeron que habían entrado en contacto con una civilización extraterrestre. Ahora sabemos que se trata de un fenómeno natural, un parpadeo en las ondas emitidas por las estrellas de neutrones debido a su intenso campo magnético y a la gran velocidad que alcanzan al girar sobre sí mismas. Por esa razón este tipo de estrellas fueron denominadas púlsares. 

Los procesos matemáticos de los ensayos dan cuerpo a mi trabajo son bastante complejos y los tiempos de cálculo largos.

Era tarde ese día, y estaba sentado esperando frente al ordenador. Me había acostumbrado a ocupar esos tiempos muertos haciendo consultas en la red, búsquedas absurdas de los conceptos más peregrinos que se me pudieran ocurrir de forma casi inconsciente. Siempre hay algún resultado. Siempre hay alguna ciencia, algún grupo o asociación, blog o artículo, dedicado a la palabra buscada. Era una especie de escritura inconsciente: elegía las palabras que brotaban de forma espontánea en mi cabeza, sin ninguna razón aparente, y después analizaba los resultados. Mircea, insomne como todos los gatos, andaba dando vueltas por el estudio preguntándose por qué no era el único habitante de la casa despierto a esas horas. Era un gato color calabaza, delgado y cariñoso. Lo cogí y lo tumbé en mi regazo. Al poco dormía plácidamente entre ronroneos. Consulté la aplicación que procesaba el cálculo. Una hora y treinta y cuatro minutos para la conclusión. Debería haberme ido a la cama, pero no lo hice. Volví al navegador.

Un buscador consiste, en esencia, en un pequeño rectángulo donde el usuario escribe una o varias palabras. Basta apretar en botón o simplemente presionar la tecla enter para que empiece la búsqueda. El resto de elementos mostrados en la pantalla, son prescindibles. Sólo el rectángulo tiene relevancia.

En algún momento durante esa madrugada, mientras transcurría lentamente la hora y media de espera, recuerdo haberme acercado al monitor para verlo más de cerca. El rectángulo está dibujado sobre el fondo blanco con una fina línea oscura. Un marco negro sobre blanco que encierra un espacio también blanco con una pequeña señal vertical que parpadea mostrando el lugar donde empezaran a aparecer las letras tecleadas. Blanco sobre blanco. Eso es importante. ¿Es posible que nadie lo haya notado? Esos dos blancos no son iguales o por decirlo de otra manera no están al mismo nivel. El primero forma parte de la página, está limitado por el navegador y éste a su vez por el monitor; el otro es más profundo, no tiene límite y lo vemos a través de la pequeña ventana dibujada por el recuadro. Detrás no hay nada. Un inmenso espacio en blanco donde caben todas las palabras que puedan pronunciarse en alguna lengua.

Me di cuenta de que ese pequeño agujero nos permite echar una ojeada al infinito. Mucho más allá de las estrellas de neutrones. Un telescopio al universo. Sólo hay que estar en sincronía con ese gran espacio en blanco para hallar las respuestas. Lentamente, tecleé lo primero que me pasó por la cabeza. Letra a letra, con suavidad, en un estado de alta concentración. Tecleé  g a t o  y apreté el botón. Cero coma diecisiete segundos más tarde surgieron en la pantalla los primeros de los cuarenta millones setecientos mil resultados. Empecé a buscar entre líneas algo especial, algún título o descripción que diera consistencia a mis deducciones.

De pronto me di cuenta, el resultado no estaba en la pantalla. Mircea, despierto ahora, miraba el monitor con los ojos entrecerrados, concentrado, con el pelo de la cabeza erizado y las orejas en guardia. Emitió un maullido uniforme, largo y sereno.  Me quedé paralizado, aquello no podía estar pasando. Después de unos momentos en blanco logré sobreponerme.

Me levanté y fui al baño a refrescarme la cara. Era tarde y estaba cansado; pensé en irme a dormir y olvidarlo. Un minuto más tarde volvía a estar sentado delante del ordenador. Respiré hondo y escribí silla. Tecleé la palabra concentrado en el concepto, en su significado, en su forma, buscando su verdadero significado, esa forma grabada en el infinito de ese espacio en blanco que contiene el universo, que acumula todo lo dicho o escrito. Los resultados de la pantalla no mostraban nada especial. Me levanté y miré mi silla. Su aspecto era el habitual, no logré apreciar ningún cambio. De pronto, tuve una extraña sensación. Miraba la silla y era como si la viera por primera vez. Era un objeto hecho por el hombre, un lugar para sentarse. Era mi silla y a la vez era todas las sillas: con patas o con ruedas, de madera o metal, con respaldo, con el asiento de tela, de cuero o de esparto. No parecía ni vieja ni nueva. Y había algo más. Me agaché para mirar de cerca. No había duda: medio centímetro de aire separaba el extremo de las patas del suelo de la habitación. La silla flotaba en el aire.

Poco a poco fui perdiendo la noción de la realidad, supongo. Empecé a pasar horas y horas delante del ordenador buscando más y más palabras. Aparqué la tesis  y me encerré en el estudio, solo, con mi ordenador. Ella lo comenzó a notar y las cosas empezaron a torcerse entre nosotros. Sus quejas y reproches eran tiernos al principio, con el tiempo se transformaron en ira y desesperación. No la culpo; nunca se lo conté.

En este tiempo he realizado centenares de pruebas, de búsquedas sistemáticas. Siempre hay una relación entre lo buscado y el resultado. A veces es muy sutil: tecleé cuadro y llamó un viejo amigo pintor aficionado. Otras es más oscuro: no volveré a buscar tristeza. Y otras es más claro: un temblor o hasta un movimiento. Vi por la ventana que alguien se caía por la calle cuando introduje desfallecer. Hubo una respuesta suave y cálida cuando escribí amanecer.

Ya no me interesa la  astrofísica, mi objetivo ahora es más global: de lo pequeño a lo más grande, de lo más común a lo específico. No es el saber lo que me atrae. No es nada a lo que podamos llamar información. Son los datos, las palabras. Hago pares de datos. Emparejo conceptos. Y siempre hay una respuesta. Soy el único que posee este conocimiento. Hemos encontrado la llave y no lo sabemos. Traspasadas las puertas del nuevo milenio, nos sentimos confiados y arropados por todo cuanto nos permite la tecnología. Pero no hemos entendido nada. Tenemos televisores digitales y portátiles, reproductores de mp3, sistemas operativos…

Suena mi móvil.

…compresión digital…

Mi móvil vuelve a sonar.

…información globalizada…

Oigo otra vez la maldita canción de Coldplay.

…información organizada para nosotros por potentes motores de búsqueda…

Se activa el buzón de voz.

…sofisticados algoritmos especializados en rastrear la información. Conjuntos de dígitos domesticados. Rebaños de datos.

Esta mañana ella se ha ido y yo sigo aquí encallado. Escribo comida y como. Escribo tiempo y envejezco. En la penumbra de la noche tecleo dormir y se enciende la tele. Escribo ver y se apaga. Paso la noche sin dormir; sin apenas pensar.

En las primeras horas del alba introduzco mi nombre y no ocurre nada. Paso un tiempo descansando; un tiempo dormitando. Suena el timbre de la puerta. ¿Cuál es el suceso que se define por la palabra placer? ¿Qué palabra hará que recupere la cordura?

En el amanecer de un día cualquiera escribo sueño y llora un bebé a lo lejos. Alguien llama con insistencia a la puerta y empiezo a ponerme nervioso. ¿Qué concepto se asocia con vida? ¿Cuál será su resultado? Busco la palabra que liga al hombre con el cosmos y lo convierte en algo superior.

Ella entra empujando la puerta con un ademán furioso. Veo en su rostro manchas de maquillaje. Por las mejillas enrojecidas resbalan nuestros días pasados. Veo su tristeza, ordeno mi cabeza.

En la mañana de un frío día de otoño, mientras ella se abraza a mi espalda susurrando aquello que da calor y da descanso, escribo mundo y aprieto el botón.