domingo, 17 de mayo de 2009

Amapolas



Lucía sonrió a la criada que le traía el nuevo vestido recién planchado, un vestido blanco con pequeñitas flores rojas estampadas que hacían juego con su pelo color de vino oscuro y que sus padres le habían regalado especialmente para aquél día. Se sentó en una silla y se abrochó los zapatos de color nacarado. Se ajustó el vestido con un lazo color carmín en el talle y se sentó delante del tocador para recogerse el pelo. Se empolvó la cara, se pintó levemente los labios y se puso unos pendientes y su pequeña medalla dorada.
En ése momento entró su hermana, tan sólo dos años más pequeña que ella, con una gran sonrisa y los ojos brillantes para decirle que ya habían llegado los invitados y que debían bajar al salón, así que las dos se cogieron del brazo y salieron de la habitación dejando un aroma de perfume de jazmín tras de sí.
En la habitación principal de la casa estaban sus padres, su abuela, su tía materna, su novio Elías y los padres de éste charlando en pequeños grupos distribuidos aquí y allá, alrededor de una mesa con el café preparado y repleta de dulces y pasteles. Al entrar ellas todos se giraron para mirarlas, Elías le dedicó una amplia sonrisa y se acercó para cogerla suavemente de la mano.
Se fueron sentando poco a poco alrededor de la mesa y tomaron la merienda acompañada de una animada charla. Elías la miraba con ojos embobados y ella bajaba su mirada mientras notaba cómo se sonrojaba. Los nervios le causaban la sensación de que el tiempo se alargaba pero al cabo de un rato, las criadas entraron para retirarlo todo.
Ellos pasaron al fondo del salón y se acomodaron en unos grandes sofás de principios de siglo, Elías y Lucía juntos en el mismo sofá y los demás se sentaron alrededor.
Se fue haciendo el silencio y ella miraba de una en una las caras de su hermana, de su madre y de su familia para intentar tranquilizarse.
El le cogió la mano, cosa que hizo que ella le mirara fijamente y con una sensación de nervios e impaciencia. Entonces le entregó el anillo de compromiso y ella le dio una cajita con un reloj. Elías le apretó la mano, le sonrió, le acarició la mejilla y el silencio se rompió.
Su hermana y su madre se acercaron para felicitarla y su padre le estrechó la mano a su futuro yerno y a su padre.
El resto de la tarde la pasó exultante de alegría y cuando los invitados se levantaron para marcharse, Lucía acompañó a Elías hasta la salida del jardín.
Para despedirse, él se agachó y recogió una amapola y colocándosela en el pelo le dijo "tu flor preferida para un día muy especial". Se dieron un tímido beso y él se marchó.
Ella se quedó mirando como desaparecían por la calle mayor y cerró la verja. Se dio la vuelta y mientras caminaba por el jardín recogió otra amapola. Su rostro se ensombreció y su mirada se volvió gris.

Era bien temprano por la mañana y ella caminaba como cada día hacia la iglesia atravesando el pueblo y unos campos de cereales. Estaba entrando la primavera y el campo era un manto de espigas verdes plagado de amapolas rojas.
Llevaba un vestido de color rosa y guardaba en la mano su rosario y su bíblia. Andaba por el camino polvoriento que recorría el sembrado y miraba alrededor con curiosidad. Sin embargo, no lo vió aparecer hasta unos metros más allá, con su ropa de trabajo y una espiga que mordía con sus dientes.
Su corazón se disparó y notó avergonzada como se ruborizaba. Le sonrió brevemente y él le saludó.
- Buenos días, ¿camino de la iglesia como todos los días?
- Sí, buenos días.
La miró y con sorpresa para ella, notó como él también estaba algo sonrojado. Se acercó a ella y le dio un ramito de amapolas:
- Las amapolas son mis flores preferidas y me recuerdan mucho a su pelo, señorita Lucía – le dijo dándose la vuelta rápidamente y volviendo a su trabajo.

De nuevo era primavera, pero ésta vez no iba vestida de rosa ni paseaba por el campo. Su madre, su hermana y algunas amigas la ayudaron a ponerse su vestido de novia, sus zapatos y su velo.
Bajaron a la planta principal y el fotógrafo del pueblo les hizo varias fotos familiares antes de subirse al coche.
Pasaron por el centro del pueblo y tomaron el camino que cruzaba los campos y que conducía a la iglesia. Su mirada vagaba entre las espigas verdes que relucían bajo el sol de media mañana. Miró su mano y sentía cómo aquél anillo de compromiso le pesaba, le quemaba la piel.
Su padre la sacó de su ensimismamiento apretándole la mano, ella sonrió y le dió un beso en la mejilla.
Diez minutos más tarde el coche aparcaba en la puerta de la iglesia. Todos los invitados iban entrando mientras su padre le ayudaba a bajar y su hermana le colocaba bien el vestido. Le entregó un ramo de amapolas rojas y le echó el velo sobre la cara.
Lucía agarró el brazo de su padre y subió los escalones hasta la entrada mientras una lágrima rodaba por su mejilla y caía sobre su ramo de novia.

sábado, 16 de mayo de 2009

Día Cero

En el día elegido a la hora señalada, Dylan cargó el coche con todo lo que necesitaban para su propósito. Repasó que todo estuviera bien y no faltara nada. Su amigo Martin llevaría el resto. Cerró de un estruendoso golpe el maletero. Sonrió al retrovisor y se metió en el coche. Encendió el motor y luego la radio. Puso una emisora y sonaban Rammstein. Chilló la canción al mismo ritmo que llevaba el cantante. Bajó la ventanilla y arrancó el coche con furia.

En la otra punta del barrio, la dulce Patty se dirigía como cada mañana a coger el autobús que la llevaría al instituto. Ese día estaba contenta. Billy le había pedido una cita. Con una sonrisa boba en la cara, apretó fuertemente el colgante que él le había regalado en su 15 cumpleaños y se sentó en la parada. Justo cuando se subió al autobús, se dio cuenta de que se había dejado la carpeta en casa, pero ya era tarde para bajarse. Tendría que llegar a la mitad del trayecto y coger el autobús de vuelta a casa. Iba a llegar tarde, pero prefería eso a ir sin sus apuntes, que era como ir desnuda.

Mientras, Martin miraba su reloj. Lo tenía sincronizado con el de Dylan. A las 9 se encontarían en el aparcamiento del instituto como tenían planeado. La excitación lo había tenido sin dormir gran parte de la noche. Aun así, se encontraba despejado y descansado. Era el poder de la adrenalina. Quedaban 5 minutos para el encuentro. Lo habían planeado hacía tanto. A lo lejos, vio el coche de su mejor amigo. Conducía muy rápido. Dylan casi barrió los pies de Martin al girar bruscamente.

- ¿Qué haces, gilipollas? – dijo Martin con cara de rabia.
- UUUUUUUUUUUUUUUH! – chilló Dylan.

Martin sonrió. Sabía que su amigo estaba, como él, en pleno subidón.

Unas ventanas más arriba, el director Nolan discutía por última vez con su mujer. “Quiero el divorcio”, chillaba ella desde el otro lado de la línea. “Bien”, respondió él, “no voy a ponerte problemas si eso es lo que quieres”, le respondió. Y colgó. Era una celosa compulsiva, se dijo. Cogió el marco con la foto de las vacaciones de tres años antes a Europa. Se les veía felices sonriendo a la cámara en los canales de Venecia. El director Nolan giró la fotografía. En ese momento, la secretaria Melinda entró al despacho.

- Cuantas veces tengo que decirte que llames a la puerta antes de entrar!
- Lo siento, Sr. Nolan.

Melinda salió del despacho sin hacer ruido y Nolan volvió a concentrarse en los papeles que tenía en la mesa.

Patty llegó a la siguiente estación a los 15 minutos de haber salido de casa. Bajó del autobús y cruzó la acera. Tuvo suerte porque el autobús de vuelta llegó casi al instante. Subió de regreso a casa para coger su carpeta. En su cabeza, solo un pensamiento y no era precisamente que iba a llegar tarde a su clase favorita, matemáticas: era que vería más tarde a Billy.

Dylan cargó sus cosas en la mochila y cerró el maletero. Martin le esperaba apoyado en la pared del aparcamiento, fumándose un cigarro.

- Joder, tío, voy a echar de menos estos porros de primera hora.

Dylan no respondió. Él no fumaba desde hacía meses. Solo tomaba aquellas malditas pastillas que le había recetado el médico, pero aun así, a escondidas de su madre, había dejado de tomarlas un mes y medio antes.

- Lo tienes todo? – preguntó Martin a su amigo.
- Todo tío. Se van a cagar estos mierdas!
- Ya lo creo… joder! Hoy es un gran día.

Enfundados en sus trajes negros, subieron las escaleras del instituto sin llamar la atención. Todavía no era la hora señalada.

El director miró el teléfono dubitativo. Sudaba y no sabía si realmente hacía calor. Solo sabía que tenía las pulsaciones a mil. Llamó a su secretaria.

- Melinda, por favor, me podrías traer una tila?

La secretaria puso mala cara.

- Claro que sí, Sr. Nolan.

Nolan bufó inquieto. “Esa maniática celosa me va a quitar mi dinero… seguro que empezará a buscar abogados para dejarme sin un centavo”, se dijo para si mismo. Los números aquel día no le cuadraban. No podía concentrarse. Se desató el nudo de la corbata y apagó la pantalla del ordenador. Se levantó para mirar por la ventana. Justo en aquel momento, vio a dos chicos de negro entrar por la puerta del centro. “Madre de Dios”, pensó. “Esta juventud de hoy en día cada vez visten peor”.

Entre tanto, Patty entraba por la puerta de casa corriendo aceleradamente.

- Patty? Eres tú?
- Mamá, me he dejado la carpeta.
- Hija, qué te pasa? Últimamente andas muy despistada.
- No te preocupes, mamá. Ya me voy. Hasta luego!

Patty salió corriendo de nuevo hacia la parada por segunda vez ese día. Mientras volaba para no perder el autobús de las 8, pensaba en Billy. A estas horas debía estar a punto de entrar en clase de baloncesto. “Es tan guapo”, pensó. “Y por fin me ha pedido que salgamos juntos y será esta tarde”. El día iba a ser muy largo pero por suerte para ella, coincidirían en clase de ciencias naturales. Qué bien! Podría sentarse a su lado, preludio de un día que iba a ser el mejor de su vida.

Dylan fue a su taquilla. La abrió y miró el poster de Rammstein. Los alemanes eran la banda sonora de su vida. Du, du hast, du hast mich… tú me odias, tú me odias… qué gran canción! Expresaba precisamente lo que él creía que sentían los demás por él. Odio! Todos me odiais. Miró a Martin, de los pocos que no le odiaban. Estaba tan tranquilo. Mientras a él le herbía la sangre, Martin no se movía. Qué ganas tenía de que fueran las 10… iban a tardar realmente poco. Se fueron para clase.

A las 9 y media se dirigieron a la cafetería. Pidieron un café y un zumo. Se sentaron en la mesa más lejana de la barra, que era el sitio donde mejor perspectiva tenían. Dylan no se quitó la gorra. Martin la llevaba en su mochila y se la puso. Empezaron a mirar hacia todas direcciones con disimulo. En 5 minutos empezó a llenarse la cafetería de alumnos. Todos iban a almorzar. Mientras la gente se agolpaba en la barra a pedir sus desayunos, Dylan y Martin ya se habían acabado el suyo. Dejaron sus pesadas mochilas junto a dos columnas sin que nadie se percatara de ello y salieron por la puerta. Eran las 10 menos cuarto.
El frío del metal excitó a Martin. Bajo su abrigo negro la podía tocar y sentir. Su gran amiga. La había comprado por Internet, en una página que solo conocían un par de amigos. La habían probado en cuanto le llegó a su apartado de correos. Qué bonita era. Grande, negra… maravillosa. Le encantaba. Qué lástima que no fuera a darle tiempo a bautizarla. Ya no había tiempo.

En ese momento, Billy Thomas apareció en la cafetería. No sabía donde se había metido Patty. Tenía muchas ganas de verla, pero no había aparecido al final de su clase de baloncesto, como solía hacer cada martes. Pidió una bebida isotónica en la barra y se sentó la única mesa libre de la cafetería, cerca de una columna. No cabía un alfiler como cada día a esas horas. Quedaban segundos para las 10 de la mañana.

En solo un par de segundos, una fuerte explosión hizo saltar todo en pedazos. El cuerpo de Billy tocó el techo para desplomarse al otro lado de la sala y como él decenas de chicos y chicas. Los que estaban al otro lado de las columnas, se vieron despedidos por la onda expansiva. Los que estaban más lejos fueron alcanzados por los cascotes de pared, suelo y columnas que se les echaron encima.

El director Nolan botó en su asiento. “Qué ha sido eso?”, se preguntó. Enseguida sonaron las alarmas. “¿Qué ha sido eso?” Su corazón empezó a latir tan rápido como cuando su mujer le llamó para pedirle el divorcio. Salió corriendo de su despacho hacia abajo. En su camino se topó con Melinda.

- Qué ha sido eso?
- La cafetería, señor, ha volado en pedazos.

Cientos de alumnos corrían ensangrentados.

- Díos mío!!! – chillaban algunos.

Nolan no creía lo que veía. Se echó un par de veces las manos a la cara cuando vio desde el piso de arriba a varios alumnos correr ensangrentados hacia la salida.

- Melinda, llama a la policía, a ambulancias… muevete.

Bajó las escaleras hacia la cafetería cuando se cruzó con dos chicos que parecían estar en otro mundo. “Donde los había visto antes?”, pensó. “Ah, son los chicos esperpénticos que he visto entrar esta mañana”. Uno de ellos, el más rubio, sacó una pistola negra y grande del bolsillo de su abrigo negro, se la dio a su compañero y éste le disparó al pecho mientras gritaba:

Du, du hast, du hast mich

El director Nolan cayó al suelo fulminado, pero pudo ver a los dos chicos como se reían mientras le apuntaban por segunda vez. Esta vez, fue el moreno.

- Adiós, señor director.

Y de un disparo en la cabeza, Martin acabó por parar el corazón desbocado del director.


Al cabo de unos minutos, los dos amigos fueron a la salida del colegio y delante de los alumnos que chillaban y corrían con las caras desencajadas por el horror vivido en la cafetería, Martin disparó a Dylan un tiro en la cabeza. Antes de que nadie pudiera reaccionar, Martin se voló los sesos con la misma pistola.
Justo en aquel instante, Patty llegó a la puerta del instituto y no podía creerse lo que veía. Cientos de chicos y chicas, sus compañeros de clase, corriendo asustados, llorando, chillando. Se topó de frente con Burt, el mejor amigo de Billy.

- Burt, qué ha pasado?
- La cafetería ha volado en mil pedazos – dijo Burt. Han sido esos dos, Dylan y Martin, los zumbados! Han volado la cafetería y luego se han volado la cabeza!
- Y Billy? Preguntó alterada Patty. Donde está Billy?
- Billy estaba en la cafetería!


Patty cayó al suelo de rodillas aferrada a su carpeta. “Billy”, gritó. Soltó la carpeta y miró su colgante y la inscripción que Billy le había grabado.

“Prométeme que jamás dejaras de venir a verme a los entrenos o moriré”.

Maite Fernández