sábado, 1 de agosto de 2009

Historia fría



Aintza decidió poner fin a su vida esa gélida madrugada. Llevaba ya incontables noches durmiendo apenas unas horas. Ricardo, a su lado, dormía profundamente. Desde que él se sinceró con ella y le dijo acerca de la aventura que mantuvo con la pescadera, todo había cambiado. Sentía el frío del vacío; ese regusto metálico que se siente en la boca, se infiltra en tu garganta y baja a lo largo de toda tu tráquea hasta llegar al estómago para retorcerlo con fuerza; esa sensación de sed que uno sabe que se apacigua con agua, pero que no se marcha.
En sus insomnios buscaba el momento en que ella había dejado de tener control sobre su propia vida; entonces le vino a la mente su decimotercer cumpleaños. Su madre le organizó una multitudinaria fiesta de aniversario con payasos, globos de colores por toda la casa, serpentinas, juegos... A la fiesta asistió Dídac, el hijo mayor de la casa vecina, en presencia del cual, Aintza, se ponía nerviosa. En el pastel de frutos rojos se leía en chocolate: “A mi pequeña Aintza, en su decimotercer cumpleaños. Amor, Mamá”. Estirada en su cama, con los ojos abiertos fijados en el techo blanco, la recordaba vivamente llegar sonriente, con su ceñido vestido rojo y sus finos labios a juego, sus delicados pasos sobre altos tacones negros, la bajada de la araña de la sala central, y las velas iluminándole sus ojos verdes emocionados mientras cantaba el horrible “Cumpleaños feliz” a coro con los demás, que también se mostraban ridículos en medio de todo ese circo. Aintza se sintió tan avergonzada que salió corriendo y, desde ese día, sólo había deseado una cosa: Crecer, y había corrido tanto que se encontraba ahora agotada, con 32 años, y sin saber quién era ella en realidad.
Veía toda su vida actual como si ella fuera un personaje que protagonizaba —mejor dicho, actuaba— en una película. Estudió derecho porque así lo deseó su padre, un padre que apenas aparecía en casa más que para dar órdenes y traer inútiles regalos de sus infinitos viajes. Luego estaba su relación con Ricardo, también fruto de las circunstancias, la educación, y el círculo social. Con él vivía desde hacía tres años, aún preguntándose qué era el amor, ese amor que soñaba sentir desde niña y que quería descubrir. Apartó las sábanas de franela blancas y, descalza, fue al lavabo contiguo al dormitorio. Abrió la puerta del armario con cristal que había sobre el lavamanos de mármol y del estante de arriba, cogió las tijeras, la cuchilla y la maquinilla de Ricardo. Salió con el raso negro indicando sus movimientos hacia el pasillo, bajó por la escalera de caracol hasta el segundo piso con todos los bártulos presionados en sus manos y las lágrimas desgarradas circulando por su piel.

Se colocó frente al espejo del cuarto de baño de invitados. Se observó fijamente durante unos minutos y volvió a ver, en sus rasgados ojos negros, la fuerza. Cogió las tijeras y un mechón de su largo pelo ceniza y lo cortó. Y así, uno tras otro, los restos de pelo iban quedando sobre la cerámica índigo. Cuando tuvo su larga cabellera lo suficientemente corta, se pasó la maquinilla de Ricardo, colocada en el número dos. Se dio una larga y exfoliante ducha y se depiló. Después, se dirigió al vestidor donde se puso un jean y un jersey de lana negra; cogió su pequeña maleta roja de piel de cocodrilo y la rellenó con algunas cosas. Volvió arriba. Ricardo seguía dormido. Pasó al baño y llenó su neceser. En una mochila, puso algunos blocks y pocos libros. Bajó a la cocina, dejó sus llaves y una nota sobre la barra americana. Luego, cerró la puerta tras de sí, sin mirar atrás.

Empezaban a mostrarse grisáceos amarillentos en el cielo mientras se dirigía a la estación de trenes. Caminaba meditativa. Llegó a la gran puerta roja de la estación. Había bastante movimiento a pesar de la hora temprana. En su horizonte, un montón de ventanillas donde se vendían billetes para corta y larga distancia. De las siete ventanillas destinadas a los largos recorridos, todas estaban ocupadas excepto una, hacia la cual se dirigió con paso firme.
Pidió un billete al soñoliento empleado; le indicó que no le dijera el destino, que sólo le diera un billete con el trayecto más largo que tuviera en su recorrido. El empleado la miró con asombro, pero así lo hizo.
—Vía 11 —le dijo—. Sale dentro de una hora. Qué tenga un buen viaje.
Tras darle las gracias, paseó durante un rato por la estación; algunas tiendas de objetos de regalo, revistas y libros, un estanco, un puesto de desayunos… Entró en un bar que, para ser un bar de estación, se mostraba bastante acogedor. Entró y pidió un café americano al enorme camarero. Éste, con una amplia sonrisa, se lo llevó a la mesita redonda donde ella se sentó. Sacó un cigarrillo de su bolso y disfrutó de su último desayuno en Madrid mientras observaba los paseantes a través de un gran ventanal. Pagó y salió, dirigiéndose a los andenes que se abrían bajo la escalera mecánica. Se dirigió hacia la vía 11 y se sentó en un banco. Cogió su diario y, al abrirlo, se dio cuenta de que nada cambiaría. Pensó que su vida ya estaba escrita. Cuándo se acercó el que debería ser su tren, se arrojó.


Sentido imperdible

Shakespeare la cautivó una vez más. A pesar de que Hamlet era una obra que ella conocía en profundidad a través de los libros y películas, volvió a sorprenderla. Era la primera vez que Elia veía una representación teatral de dicha obra y se sentía embriagada de poesía. Caminaba ya hacia su casa. La calle olía a verano mientras la luna empezaba a decrecer entre las nubes. Al llegar encendió su ordenador. Imposible dormir. Quería más poesía. Navegó hasta Julio Cortázar y encontró esto: “Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo.”
Fue al vestidor para desnudarse y vio el espejo ovalado que ocupaba la pared. Intoxicada como estaba de la locura del adorable Hamlet y sedienta de aventuras, con su cuerpo ya bajo el camisón, retiró la cómoda, se calzó unas botas negras, y cogió un martillo de la caja de herramientas. Se miró al espejo durante unos segundos y vio sus ojos negros como salidos de órbita; reconoció a Hamlet y escuchó las palabras de Cortázar como un susurro cercano. Entonces golpeó al centro del cristal y éste se quebró formando una tela de araña. La habitación cobró otra forma, distorsionada por los fragmentos irregulares. Dio otro golpe y cayó algún añico de cristal al suelo. Obtuvo una nueva habitación a través del espejo, que también fue otro. Dejó el martillo y dejó caer los brazos. Miró la pared. Intentó olvidarse. Cantó una nota, y esperó. Al cabo de unos largos minutos oyó. Oyó a una señora y a un señor conversar, y el ruido de unos cubiertos sobre platos. “¿Estaré bien encaminada?”, se preguntó. Pero siguió oyendo, y con el oír, vino el ver. Vio un gran comedor, con una mesa ostentosa y rectangular, cuatro comensales y dos sirvientes. Ni rastro de hogueras, ni ríos, ni caballos. Pero sí oyó el sabor del pan. La señora hablaba al anciano sobre tiempos pasados. El anciano parecía perdido y aturdido. Debía pasar los setenta años. La niña, de unos cuatro, estaba concentrada en su plato de sopa. El marido se acomodó las gafas y tomó la palabra para seguir dirigiéndose al anciano. El anciano apenas pronunciaba palabra.
Estábamos preocupados retomó la mujer. Desde la muerte de Ana, (la mujer del anciano), algunos dijeron que te habías vuelto completamente loco. Nosotros no podíamos creerlo. Incluso llegamos a escuchar que en algunas ocasiones la policía había tenido que acompañarte a casa porque ya no sabías ni dónde se encontraba. Un reconocido psiquiatra como tú… era imposible. ¡Qué alegría encontrarte hoy en el parque!
El anciano asentía y sonreía, iba y venía en su letargo. Pero ellos, alterados por sus propios discursos, no podían ver más allá de sus palabras ni de su escogida realidad. Terminaron de cenar y pasaron a otra sala, repleta de libros. La mujer caminaba bien erguida sobre sus tacones negros. Juliette, la angelical niña de bucles dorados, obtuvo permiso para salir un rato fuera. El marido ofreció una copa al anciano. El anciano se acercó a una ventana desde la cuál se veía una enorme luna que empezaba a decrecer. Vio a la niña mecerse en el columpio y deseó estar bajo la inmensidad del cielo con ella. Estaba agotado de las formas y palabras de sus anfitriones. “Él único modo de salir fuera sería despidiéndome”, pensó. Pero la mujer insistió en que se quedara a pasar la noche; mandaría inmediatamente a que le preparasen una habitación. No pudo negarse. Se disculpó, manifestando un ligero mareo, para salir hasta el jardín. La niña seguía en el columpio. Él se sentó en el banco de madera que había bajo el porche. Juliette lo llamó para que se acercara. “¿Quieres mecerme un rato?”, le dijo. El anciano empezó a balancearla y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió plenamente en sí mismo. Vio toda su vida pasar con el vaivén del columpio. Tuvo lucidez suficiente para comprender que el gran amor y aliado de toda su vida, su mente, estaba abandonándole. Apareció la madre diciendo a Juliette que era hora de ir a dormir. La niña se despidió de los mayores con una dulzura y naturalidad exquisitas. Subió corriendo hasta su habitación. Antes de desvestirse, abrió el primer cajón de la cómoda y sacó una caja azul. La abrió. Contenía decenas de imperdibles. Escogió uno. Escuchó unos pasos en el pasillo, entreabrió la puerta de su habitación y comprobó que, efectivamente, era el doctor. Salió sigilosa y de puntillas y le dio un imperdible esmaltado en blanco, con una cruz minúscula que ella misma había pintado. “Para que no vuelvas a perderte”, le dijo en susurros, con sus ojos azules clavados en los azules de él. Le sonrió, y volvió a su habitación. El anciano permaneció aún un rato en el pasillo, observando el hermoso objeto. Luego fue hasta su habitación. Las luces de la casa empezaron a apagarse hasta sumirse en un silencio y oscuridad apacibles.
Elia, dejó de oír. Volvió a su actual espacio, su vestidor ofrecido por los fragmentos de cristales rotos. También a ella le vino el sueño. Se dirigió a su cama sonriendo, pensando que al fin había comprendido el sentido del nombre imperdible con el objeto asociado a dicho nombre.

Segundos infinitos



El olor se me tornaba insoportable a medida que el metro se iba llenando. Pensé en bajar, ni tan siquiera el olor del perfume en mi muñeca me calmaba. Arremangué un poco más el fino guante blanco que la cubría. Finalmente bajé, cinco paradas antes de mi estación. Me senté cercana a un chico que había en un banco. Me preguntó si estaba bien, pues seguía con mi huesuda muñeca presionada en la nariz. No le contesté. Tenía las facciones muy marcadas. Llevaba un pantalón ancho negro y una camiseta de un azul profundo. Él seguía mirando mi blanco rostro, con cara de asombro.
¿Te encuentras bien? insistió con sus ojos negros más abiertos.
Sí contesté dubitativa. Es ese maldito olor.
¿Qué olor?
El olor de la multitud. El olor de la humanidad.
Silencio. Quedaba un minuto para que llegase el próximo metro. Pasó lleno y, tras un suspiro, decidí esperar al siguiente. Me quité el abrigo. El chico a mi lado tampoco se movió. Tenía un block con aspecto de usado y un bolígrafo en su mano. Me pregunté para mis adentros varias veces que haría ahí, pero no tuve osadía suficiente para preguntarle. Finalmente él dijo, como si leyera mi pensamiento:
Me gusta el subterráneo para escribir. El silencio tras el estruendo, los mundos que salen, los que entran, la sensación de prisa y lentitud…
Pensé en preguntarle sobre qué escribía, pero no lo hice. Ambos permanecimos en silencio un rato; pasaron varios metros y multitud de personas. Él se reía al verme con la muñeca en mi nariz. Su risa me calmaba. Dije en voz alta que tenía que salir de ahí, que me faltaba el aire. Se ofreció acompañarme tras colgarse su mochila a la espalda. Me sacaba una cabeza, aunque eso no era muy difícil. Arnán. Mirada. Hèlen. Mi paso era acelerado y él me seguía bien, algo que sí era difícil, (la gente suele decirme que camino demasiado deprisa). Tras unas cuantas escaleras, llegamos a la superficie. Caminamos unos metros.
¿Quieres tomar algo aquí?
Observé el lugar. Desde fuera me gustaba. Era tranquilo. Había poca gente y luz tenue. Accedí con el gesto. Pasé detrás de él y al entrar le cogí por su delgado brazo para salir.
El olor le dije ante su cara interrogativa. Esa conjunción de rancio con tabaco e incienso barato y cargante.
Seguimos caminando por estrechas calles. Él había dicho: Tú eliges. Me detuve ante cinco bares, pero ninguno acabó de satisfacerme. Uno era demasiado sofisticado. El otro tenía una luz demasiado estridente… Al final se cansó y entramos en el primer bar que encontramos en nuestro camino. No era muy acogedor pero el olor era agradable. Nag champa. Pedimos un par de cervezas. Nos preguntamos todo ese tipo de cosas que se preguntan cuándo acabas de encontrarte con alguien:
Treinta años. Arquitecta. Vivo sola. Mi novio es francés, ahora está de vuelta en París.
Treinta y cuatro. Escribo y toco el bajo. En Barcelona desde hace dos meses.
¿Quieres otra cerveza?
Creo que no. No debería. Mi madre dice que en la moderación está el equilibrio. Es psiquiatra. De hecho, creo que debería irme…
Entonces se levantó y fue a buscarse una cerveza más para él. Yo seguía ahí. Sin saber por qué. Vi a través de su block un papel que sobresalía. Era un billete de viaje. Cuándo llegó y vio lo que observaba sacó el billete y me contó su viaje a Budapest, luego vino Praga, Polonia… Le detuve y pedí al camarero una cerveza. Él no paraba de hablar; las casas y las bicicletas holandesas, el desierto del Sinaí, Berlín. Me contó que cruzar Francia para llegar hasta Londres haciendo autostop le maravilló, que había un sinfín de pueblos encantadores, con pequeñas casas, ríos y puentes de piedra.
¿Por qué lo hueles todo? me dijo de repente.
Me sonrojé. Es… una vieja manía…Esto es todo lo que se me ocurrió. Y es que antes de tomar cualquier cosa (la botella de cerveza, el pañuelo para limpiar la boquilla, su billete de vuelo…) lo olí. No debía sorprenderme, pues, su observación.
Pagamos y salimos. Encontramos una pequeña plaza que no tenía árboles. Nos sentamos en uno de los bancos. Unos perros jugaban. Se lió un cigarrillo de marihuana. Yo nunca había fumado, pero me gustó el olor, así que, cuándo me lo pasó, después de pensarlo varias veces, lo tomé y fumé. Tosí durante un rato y luego, una risa me embriagó. Me sentía flotar, pero lo más importante, es que descansé de mi mente o algo así. Luego se puso filosófico. Me habló de su visión del mundo. Algo así como vivir en el jardín de las delicias, de Bosco. “Podemos cambiar el mundo desde la individualidad”, había leído aleatoriamente en una de sus páginas. Luego, de repente, me habló de su madre, una acróbata que murió en el escenario cuándo él era niño. No mencionó a su padre. Ni yo al mío. Nos miramos profundamente a los ojos durante unos segundos infinitos. Le dije que debía irme y, después de repetirlo tres veces, y pensarlo algunas más, me levanté, y empecé a caminar.
¿Me arrepentiré? pensaba mientras me giraba para volver.
Él sonreía.

Danza versus papá

1. EL ENAMORAMIENTO
2. LA FELICIDAD
3. LA CRISIS
4. LA TRAICIÓN
5. EL ABANDONO


La pequeña L. tenía una cita cada día al salir de clase. Corría hacia su casa, (su madre no habría llegado todavía, y Mac, su perro, jugaría por el jardín), subía al vestidor, se quitaba la ropa y se ponía las mallas, el maillot y sus zapatillas blancas de media punta. Luego se iba a la sala que su madre, con tanto cariño, había acondicionado para sus prácticas diarias: una sala grande, con suelo de parquet y un gran espejo que ocuparía toda una pared con una barra circular de madera que le seguiría en su recorrido. Allí, la niña, sentiría lo que son las mariposas volar en su interior.
Como no le gustaba demasiado el trato con las personas, Estela, su profesora, iba dos días por semana a su casa para impartirle clases particulares.
Esta niña ha nacido realmente para la danza, la simbiosis es perfecta pensaba Estela mientras observaba el movimiento puro que emanaba del cuerpo convertido en fuego de la pequeña.
Una tarde, al finalizar la clase, Estela habló con Lintia.
Lintia, ¿sigues sin querer participar en torneos? Verás, tu nivel es realmente muy bueno, podrías tener grandes resultados.
No tengo ninguna necesidad de competir, le respondió la pequeña L. mientras se pasaba la toalla por su nuca empapada, ya hemos hablado de ello.
Pues no lo tomes como una competición, insistió, sólo muéstrale al mundo la belleza.
Lintia se quedó mirándola sin decir nada durante unos segundos, luego le dijo que lo pensaría y bajó a despedirla.
Mientras tomaba una ducha, decidió que accedería.
Dos días después, al finalizar la clase, se lo comunicó. Acordaron que la inscribiría en las competiciones nacionales, empezaban dentro de dos meses.
Durante ese tiempo, Lintia siguió con su encuentro con la danza, cada día. Esa era su droga, su vitamina, su razón para vivir. Cuando estaba en esa sala, sentía su corazón, un órgano que no percibía más que bailando. Transcurrieron los dos meses. La pequeña L., acompañada por su madre y su entrenadora, llegaron al estadio: un edificio enorme, atestado de coches y autobuses. Lintia lo observaba todo. Había mucha gente. Se fijó en otras bailarinas; conversaban apiladas por colores, según fuera su equipo. Al entrar, escuchó la voz de los comentaristas y le dio por reír, tomó agua, se despidió de su madre, que lo vería todo desde las gradas, y siguió a Estela hasta el lugar asignado para ellas.
Varias niñas ejecutaron sus ejercicios. Lintia era la última, como lo sería todas las veces que participaría en posteriores competiciones, y al fin, llegó su turno.
Cuando puso sus pies descalzos en la pista, un escalofrío recorrió todo su cuerpo, una mezcla de ardiente emoción y extraña calma invadieron su interior. Sonrió, respiró, y cuando hizo la seña para indicar que estaba lista, sonó la primera nota del tema que había preparado, una composición de Wim Mertens, y, con ella, sus delicados y precisos movimientos envueltos de una pasión desenfrenada surgieron hasta el clímax final. Lintia realizó su ejercicio con una sensación de bienestar que jamás antes había experimentado, llegando a sentir una comunión con el universo como nunca antes experimentó.
Ganó el torneo, y ese solo sería el primer oro de muchos que le seguirían.
De repente, una niña tímida y solitaria, saltó a la fama, y con ella, el hecho de que se hizo “alguien” para personas que ella ni tan siquiera conocía. Su introversión se vio alterada: los periodistas, las llamadas telefónicas de los agentes, los equipos que querían tenerla, las personas que la reconocían, la observaban e incluso la paraban para pedirle autógrafos cuando caminaba por el parque con su perro... Todo esto afectaba a Lintia de manera negativa. Lars, un buen amigo de Estela, se convirtió en su agente, y muchas de las llamadas que recibía en su casa se las derivaron a él, lo cual fue un alivio, pero aún y así, el mundo seguía hablándole demasiado. Todo esto, junto al hecho de que se acercaban las Olimpiadas, provocó ansiedad y algo parecido a fobias en la niña. La presión se tornaba insoportable para alguien tan pequeño. Empezó a bajar bruscamente de peso. Sus horas de ensayo se multiplicaron, pero la paz que sentía al bailar, desapareció; en lugar de ello, apareció el peso de la responsabilidad. Empezó a ver un psiquiatra una vez por semana, éste le recetó unos ansiolíticos y, en algún período, tomó pastillas para dormir.
A solo una semana del torneo, su aspecto físico dejaba mucho que desear. Ensayaba y ensayaba pero su cuerpo, con frecuencia, no le respondía. Su madre la escuchaba a menudo llorar y gritar en la sala, pero tenía prohibida la entrada, así que solo podía quedarse acompañándola al otro lado de la puerta. Estaba también desesperada. Le dijo esa noche, durante la cena, que dejara el torneo. Lintia solo la miró, furiosa, dejó su plato casi sin tocar en la mesa y subió a encerrarse en su cuarto donde lloró hasta el amanecer.
Continuó practicando siempre que podía. En las últimas semanas dejó de asistir al colegio, los profesores no pusieron objeción.
Llegó el día. Diferentes niñas, representando a su país, hicieron sus ejercicios. Ella lo observaba todo, sola, desde un rincón; Estela estaba cercana, y su madre, junto a Lars, en las gradas. No quería hablar con nadie, que nada la distrajera. Estudiaba cada movimiento mientras tomaba agua continuamente. No pudo comer nada en todo el día a pesar de la insistencia de su profesora. Llegó el momento de Rusia, su única rival. Apenas parpadeaba. Hizo un ejercicio bastante bueno, debía reconocerlo, pero no perfecto. Llegó su turno. Al ponerse de pie, notó que sus piernas temblaron por sí solas, no tenía control. La observaban. Podía escuchar los rumores acerca de su estado: “Está demasiado delgada”. “Parece que vaya a caerse de un momento a otro…”. Sin embargo, logró sobreponerse, pisar firme y entrar en la pista donde recobraría la seguridad en sí misma. Se hizo una gran ovación. Respiró profundamente y volvió a sentir esa sensación que tanto anhelaba, la que sintió la primera vez que bailó en los nacionales. Sonó el primer compás y empezó a deslizarse como si cuerpo y materia fueran una sola cosa, la misma. Cada movimiento surgía como consecuencia del otro en un vaivén de una perfección absoluta. Crecía por dentro para derramarse por fuera. Terminó su magnífico ejercicio, respiró, miró en torno y sonrió, complacida; los aplausos no cesaban, la gente estaba de pie... Ella no podía salir de la pista, no por los aplausos, sino porque su cuerpo, no le respondía; empezó a verlo todo borroso, hasta el casi negro, y allí, cayó redonda al suelo. Cuando despertó estaba en un hospital. Su madre, Estela y Lars estaban a su lado.
¿Qué ha pasado?
Te has desmayado le dijo su madre mientras le acariciaba su largo pelo ceniza.
¿Pero... he ganado?
No.
¿Qué? gritó. Mi ejercicio ha sido el mejor, todo el mundo lo ha visto.
Sí, cariño, pero el jurado...
¿El jurado? Eso no es justo. ¿Se lo han dado a Rusia?
Sí.
No, no puede ser. Falló en el mortal. ¿Cómo han podido dárselo? Mi ejercicio estuvo perfecto, ¿no? Dime Estela dijo dirigiéndose a su profesora ¿No es así? ¿Cometí algún fallo?
No
¿Entonces, por qué el jurado se lo ha dado a Rusia? ¡Es injusto!
Bueno, verás, tu desmayo... Creo que lo han hecho por tu bien. Tu estado físico, han hablado de ello y... las pruebas de dopaje, han dado positivo.
¿Positivo? ¿Los tranquilizantes que me receta el psiquiatra?
¿Por mi bien? ¿Qué clase de bien? ¿De qué estamos hablando? Mi ejercicio fue el mejor. Lo vi, lo vi todo. Todos lo vieron. ¿Qué tienen que decir de mi estado? ¿Eso es lo que se valora en unas olimpiadas? ¡No!, no es justo...
Y volvió a perder el conocimiento. Cuando volvió en sí, los tres seguían ahí, aunque con ropa distinta; esta vez, el doctor también estaba.
¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? preguntó.
Dos días, contestó el doctor.
¿Cuándo podré irme a casa? Quiero irme a casa.
Lintia, podrás irte a casa pronto, estamos terminando con las pruebas.
¿Qué pruebas?
Aún no puedo decirte nada con exactitud, prefiero esperar a los resultados.
¡Va! Sólo he tenido un par de desmayos dijo Lintia restando importancia, únicamente tengo que comer algo, y me repondré, de hecho, tengo mucha hambre, creo que podría comerme un toro.
Esa es una buena señal dijo el doctor mientras le sonreía, voy a pedir que te traigan una suculenta comida.
El doctor salió de la habitación. La pequeña L. observó a sus tres fieles acompañantes, estaban tristes, sombríos.
Mamá, ¿has estado llorando?
Nadie decía nada.
¿Pero... qué pasa? ¿Por qué estáis tan callados? ¿Por qué tenéis esa cara? ¿No habéis dormido, o qué?
Nadie parecía poder responder. Nadie tenía valor. Sus ojos iban de unos a otros, del suelo a Lintia.
Mamá dijo Lintia, ¿qué ocurre?
Su madre rompió a llorar mientras se acercaba a cogerle su delicada mano.
Mamá, dime qué ocurre.
Pero la madre no podía pronunciar palabra, un enorme nudo en la garganta se lo impedía.
¿Estela? dijo dirigiéndose a su profesora.
Aún no se sabe nada del cierto Lintia.
¿Sobre qué? ¿Alguien puede decirme qué está pasando? dijo alterada.
Quizá no puedas volver a bailar dijo por fin Lars.
¿Qué? ¿Qué estás diciendo? ¿Es que os habéis vuelto locos?
Hay una especie de mancha en tu cabeza. Aún no saben del todo de qué se trata, prosiguió su agente, esperan los resultados de la biopsia.
El silencio ocupó la trágica habitación. Las lágrimas de Lintia empezaron a rodar. Lars salió de la sala. Estela se acercó a la ventana. La madre, que ya había pasado por esto con su marido, abrazó el cuerpo de Lintia. Lintia estaba rígida, con sus ojos negros clavados en el techo blanco.

Los resultados fueron positivos. Lintia no podría volver a bailar. En ese mismo instante, una parte de ella murió. Luego, fue muriendo día a día hasta pasar poco más de un año.