martes, 9 de marzo de 2010

El domador de serpientes

El domador de serpientes llevaba unos meses por la zona. El aspecto, algo hippie, dejaba intuir acerca de su modo de vivir. Sílex le había visto pasar a través del gran ventanal en sus tardes de prisión laboral; le parecía de Europa del Este, luego supo que era norteamericano. A veces la sobresaltaba cuando pasaba por la calle dando brincos y piruetas elípticas, solo, riendo a carcajadas con expresión de bufón.
Una noche, Sílex, salió sola. De repente, unos profundos e inquietantes ojos negros aparecieron posándose en ella, era él; se acercó y se sentó en la silla contigua de la mesa que ella ocupaba acompañada con un líquido marrón cubierto de hielos en un vaso cilíndrico; él pidió lo mismo. Ella observó sus largas uñas, pensó que tocaría la guitarra. Un cómodo silencio los acompañó por varios minutos. El bar olía a humo, mezclado con romero y almizcle. Infinitas expresiones del alcohol podían verse en los seres que ocupaban el mismo escenario; un lugar cálido, de luz tenue, con mesas de madera y paredes oscuras decoradas con alguna fotografía artística en blanco y negro. Él se acercó al cuerpo de la pequeña Sílex y le susurró que quería que fueran siameses en esa noche creciente; ella, intimidada, acercó el vaso a sus labios dando un trago tan largo que se sonrojó.
Salieron alocados y sensuales del bar. Se dejaron llevar de la mano del casco antiguo. El D. De S. le recitaba poemas del libro que ella le pidió, Una temporada en el infierno, de Rimbaud. La pequeña Sílex escuchaba atentamente su interpretación oscura y apasionada mientras paseaban entre la piedra y los semáforos rojos que arriesgaban en busca de una camiseta que un motorista perdió, o, simplemente, por esa costumbre que tienen ambos de cruzarlos en rojo y caminar por el centro de la calle.
Nadie podría imaginar que, ante tal aparente conexión, algo podría separarlos desgarradamente.
Tras unos cuantos metros de pasos animados, entraron en otro bar para seguir exhibiendo un amor apasionado y contagioso. El alcohol agitaba, si cabe, aún más la sangre; una sangre que Sílex empezó a notar demasiado caliente, como si no fuera la suya. Él se limitaba a moverla, a agitarla de dentro hacia fuera con sus manos sabias. La noche seguía sonriendo. Ellos seguían siameses. El D. De S. pidió una guitarra que había sujeta en una pared, desafiante a la gravedad. Quería cantar algo para ella, quería hacer mover el cuerpecito de la pequeña con su suéter índigo y su larga y tubular falda gris.
—Pero déjamela, soy músico —insistía el D. De S. al cansado camarero con camiseta amarilla—. Yo ya he tocado aquí. Mas no hubo forma porque estaba prohibido tocar a partir de las 00.00h., así que volvió al banco donde estaba Sílex entretenida observando su piel blanca mientras manipulaba su ondulado pelo negro. Alguien pasó y les dijo que en un club, cerca del mar, unos músicos tocaban en vivo. Sin palabras, ambos, aún cuan siameses, se levantaron para ir hacia allí. Otra pareja bastante joven, una chica protuberante francesa de finos y graciosos ricitos castaños, y un delgado chico uruguayo, se fueron con ellos. Al llegar al lugar y hacer unas cuantas gestiones para poder pasar sin pagar, se abrieron las puertas del paraíso marroquí; telas de varios colores colgaban del techo, espejos regalaban perspectivas cambiantes, mesitas bajas acondicionaban el descanso de algunos observadores, y, en el centro, bordeando una barra en forma de L, dentro de la cual, trabajaban los camareros y el dj, se abría una pista de baile concurrida. Ambos empezaron a quitarse prendas. La sangre de Sílex estaba cada vez menos azul. Siguieron unidos, pero, esta vez, con el movimiento de un baile interminable que duró hasta que subieron la intensidad de las luces para mostrar que todo había terminado. Su piel estaba rojiza, Sílex perdía el norte de su Noruega natal.
El D. De S. cogió a la pequeña Sílex y le dijo que se marcharan de ahí, que todos eran “demasiado católicos”; salieron fundidos y riéndose a carcajadas. Él la llevaba por la calle, ella ya casi no iba más que a través de su guía, su sangre innata había totalmente cambiado. Pasó un paquistaní vendiendo cerveza en la humedad de la noche y el D. De S. consiguió las 6 que llevaba a 4.5€. Sílex pensó que el hombre tenía demasiado frío. Fueron paseando por unas calles cada vez más desiertas y cada vez más oscuras. Los escombros y las basuras se mostraban por doquier y el olor a orín era latente. La pequeña empezó a sentirse mal. Su cuerpo y su cabeza lanzaban señales extrañas. Se quiso ir a casa pero el D. De S. le dijo, imperante: —Ven, vamos por aquí. La luz, de repente, se volvió casi nula. Había una moto dormida, casi muerta, entre bolsas devoradas por gatos y ratones. El D. De S. dio un sorbo a su lata y la pequeña Sílex vio, en la muñeca con la que sujetaba la lata el D. De S., una pulsera gruesa de plata en la que dos serpientes eran el cierre. Sílex, sin pensarlo, se la quitó y se la probó. Los ojos de él, inyectados en sangre, la miraron furioso. Su boca, horriblemente abierta y cubierta de espuma, lanzó un grito. Utilizó la mano que tenía libre de la niña para, después de hacer un breve gesto con el brazo hacia detrás, tirar la lata con fuerza a un edificio gris, de aspecto viejo y abandonado. Sílex se separó de una mano que llevaba horas dentro de ella preguntándole qué que hacía.
—¿Por qué has hecho eso?
—¿El qué? —preguntó Sílex, desconcertada.
—Quitarme la pulsera —dijo él con ojos maquiavélicos.
Sílex se asustó, intentó irse pero él la sujetó con fuerza por su escuálido brazo y la empujó al interior de un portal que empezaba un metro más atrás que los demás, con lo que no se les veía desde la calle profunda y desolada. Le dio la vuelta y le subió la falda. Le bajó las medias y, casi al instante, la sangre de la pequeña empezó a brotar por sus firmes nalgas. El escarlata bañó el espacio donde quedó tirada. Las ratas se acercaron. Ella dejó de ser para convertirse en otro muerto viviente y alienado, domado por el poder, hasta el fin de sus días.