lunes, 20 de abril de 2009

Don Ramón

— ¿Hasta dónde?
— Al quinto por favor.
— En seguida señor — …“¡Ping!”— .El quinto. Buenos dias señor.
Este era el tipo de conversación que tendría el bueno de Don Ramón Ramónez más de cien veces a lo largo de un día de trabajo. A veces tendría otras del tipo:
— Un gran día el de hoy.
— Sí, no hay ni una sola nube. Ya nos tocaba un poco de sol.
— Sí, es verdad. Ya llega la primavera.
— Sí, es verdad.
— Sí.
U otras de esta índole:
— ¿Como van esos nietos suyos señor?
— Tendrías que verlos, han salido al padre. Se están poniendo guapísimos. Ahora, su madre no los educa nada bien, ¡estos liberales!, ya sabe.
— Ya, ya…
— Corren otros tiempos don Ramón, ya no es como cuando usted y yo éramos jóvenes.
— Cuánta razón lleva señor.
Y es que don Ramón era todo un profesional de la conversación de besugo y la elevación. Un dinosaurio vivo con una profesión en vias de extinción. Don Ramón el ascensorista. Ya no quedan muchos como él y aún menos que sean profesionales y descendientes de una larga estirpe de ascensoristas, como Don Ramón. Don Ramón trabajaba desde hacía casi cuareta años en el ascensor del edificio Ordóñez, un rascacielos de cuarenta pisos que albergaba en su interior, desde oficinas, bancos, joyerías hasta pisos de superlujo y algunas suites de cinco estrellas, propiedad de un conocido hotel. Gentes de muy alto nivel económico, de una clase social muy elevada, gente de mentira, como decía él, ocupaba el edificio durante las horas de luz, día sí, día también. Cuarenta pisos arriba. Cuarenta pisos abajo. Así durante todo el día, todos los días. Buenos días, buenas tardes, buenas noches señor, señora, don o doña. Muchos dirían que Don Ramón llevó una vida aburrida. Pero él no lo pensaba así. El profesional Ramón vivía su trabajo. Decía que el edificio Ordoñez, no sería el mismo sin los Ramónez, cosa que decía siempre Ramón Ramónez padre y Ramón Ramónez abuelo, descansen en paz. Había tenido una vida llena de anécdotas de ascensor, las más variadas y singulares. Tenía dos sueños para cuando se jubilase, y ese día se acercaba. Quería escribir un libro con todas sus anécdotas y quería pasarle el testigo en el edificio Ordóñez a Ramón Ramónez hijo. Pero pocos días para su jubilación ocurrió algo que no había planeado.
Un buen día once de un més que no recuerdo, un avión supuestamente controlado por unos terrorristas malos, malísimos se estrelló contra la cara oeste del edificio Ordóñez entre los pisos veinte y veintidós, sí, eso és, en el piso veintiuno. Don Ramón se encontraba en ese momento en el piso cuarenta y quedó aislado por las llamas ,con muchas otras personas, por encima de la mitad de la torre. Los bomberos consiguieron salvar a casi todo el mundo por debajo del piso veintiuno pero no consiguieron llegar a los pisos más arriba. Ya se respiraba tragedia cuando, en un momento dado, la torre se desplomó con toda esa gente de mentira y Don Ramón aún en su interior. No quedó nada. Solo escombros y muertos. Más tarde, en las labores de desescombro de la zona 0, se encontró una caja metálica. Se había encontrado el ascensor de Don Ramón. Un ataud metálico que cayó desde el piso cuarenta y fue enterrado en escombros. Cuando abrieron la puerta esperando encontrar más cadáveres, encontraron a Don Ramón que, visiblemente afectado por el golpe, dijo “Buenos días señores, ¿a qué piso van?”
Don Ramón se había salvado y había sido el único superviviente de la planta veintiuno para arriba. La caja metálica que era su amado ascensor le había salvado. Don Ramón estuvo ingresado en el hospital durante varios días para reconocimiento, pero la verdad es que había salido ileso de el atentado. Una anécdota más para su libro. “Tengo muchas ganas de montarme en un ascensor de nuevo, no los he cogido miedo. En cuanto salga de aquí pienso terminar las semanas que me quedan antes de mi jubilación montado en un ascensor” le llegó a decir a la prensa mientras estaba en hospital.
Pero no todo eran buenas noticias para Don Ramón. Ahora, sin edificio Ordoñez, su hijo Ramón no podría tomar el relevo de su padre. Es más, el edificio Ordoñez era el último bastión ascensorista en la ciudad, ya no quedaban más ascensores que subir y bajar profesionalmente. Se había quedado sin trabajo, y su hijo Ramón, sin llegar a tenerlo y en la flor de la vida, también.
Y la vida le volvió a dar una de cal y una de arena. Lo bueno fue que el Gobierno le hizo efectiva una suma de dinero astronómica, como compensación por los daños sufridos en el atentado del día once. Se habían volcado políticamente para cazar a los malos y lo demostraban de esta manera. Ahora Don Ramón era asquerosamente rico, una persona de mentira, como él decía. La familia Ramónez saldría de ésta. La familia Ramónez, sí, pero no Don Ramón. Las malas noticias llegaron a casa el día once del siguiente mes, éste si que recuerdo que era octubre. Debido a los constantes cambios de presión, por subidas al cielo y bajadas al suelo de Don Ramón en su ascensor, su corazón se había debilitado mucho. Don Ramón estaba enfermo y se estaba muriendo. Le habían dado un més de vida.
Se puso manos a la obra. Quería dejarlo todo listo antes de su partida. Lo primero que compró fue una pequeña grabadora de voz. Lo siguiente fueron unas tierras en la ciudad. Habló con un edificador. Habló con un ingeniero. Habló con un gestor. Habló también con un sindicato. Y habló con un constructor de ascensores, lutier de ascensores decía él.
Y en su lecho de muerte quiso hablar con su familia, la familia Ramónez. Habló primero el gestor que leyó en alto el testamento de Don Ramón Ramónez. Su familia se llevaría unas tierras donde se estaba construyendo una gran torre que se llenará de gente de mentira y sus oficinas y picaderos con vistas panorámicas de la ciudad. La torre Ramónez. En uno de sus lados, el oeste, habría un asensor. Pero no un ascensor cualquiera. Un ascensor de doscientos metros cuadrados, cuatro habitaciones, salón con terraza, baño con jacuzzi e hidromasage, cocina moderna y una pequeña piscina interior. “Para que vivais en el piso de vuestra elección, un piso al día si quereis” dijo Don Ramón. En el piso cuarenta se encontrarán las oficinas de Ascensoristas Ramónez S.L. y el Sindicato de Ascensoristas, los cuales habían de ser dirigidos por Ramón Ramónez hijo, “te lo mereces hijo. Sigue nuestra tradición, no dejes que los ascensoristas desaparezcan de este mundo, es una profesión demasiado bella” le dijo . A la señora de Ramónez se le hizo entrega de la pequeña gravadora de voz que Ramón había comprado. Su cometido sería escribir un libro con todas las grandes anécdotas de ascensor que allí había grabado su marido. “Tú me conoces mejor que nadie amor, haz que mi sueño se haga realidad”. Don Ramón cerró los ojos. “Ahora voy a coger el último ascensor de mi vida para subir al cielo. Hasta que lo cojáis vosotros y nos volvamos a ver… adios, os quiero…” Y luego se susurró para si mismo “Hola muy buenos días. Sí, al último piso por favor. ¿Ha visto que buen día hace? Ya llega la primavera…” sonrió y su corazón se paró.



D.G.F.

miércoles, 15 de abril de 2009

LA DAGA


Finalmente la tengo en mis manos. No puedo contar lo mucho que significa para mi. Lo mucho que ha costado tenerla en mi poder. El precio tan alto. Esta daga es la misma que utilizó mi padre para callar a Armand. Y no me refiero a matarle, ese cabrón sigue vivo. Le silenció para siempre. Le cortó las cuerdas vocales. Mi padre siempre tuvo un sentido de la justicia muy distinto al mío. Supongo que por eso se hizo policía. Supongo que también fue lo que le mató, yo no soy el culpable. Armand no podía hablar pero seguía teniendo la capacidad de asesinar. Degolló a mi padre con la misma daga que le había silenciado a él. Yo no le habría cortado las cuerdas vocales a Armand. Yo le habría matado, no habría tomado riesgos. Y es que papá , dejarle con vida fue tu error, no deberías haber renunciado a lo que eres. Yo lo acepto, como lo aceptó el abuelo, tu padre, y tu abuelo también y el abuelo de tu abuelo. Venimos de África y África nos dio un rol. Y para cumplir nuestro rol África nos dio una daga. La justicia que se nos han impuesto, desde los captores de nuestros antepasados esclavos que los trajeron a esta isla hasta los blancos colonialistas, es toda una serie de normas inmorales que África niega. Nosotros somos la justicia papá, ese es nuestro rol.
A mi abuelo lo sorprendieron cuando le clavaba la daga en el corazón a una persona atada y despierta (África nos enseñó el ritual). De nada le sirvió que la persona al que le atravesara el corazón fuera un violador y asesino temido desde hacía años en la comarca, le condenaron a colgar del cuello cinco días después. Este hecho fue el que convenció a papá a unirse a la policía, para intentar cambiar algo. Yo siempre he creído que fue cobardía, no tenía las agallas de matar. Había traicionado a nuestra familia, a mi, y peor, a África. Yo en cambio, tomé las riendas de quién soy, yo no reniego de mi rol en esta vida. Papá me intentó persuadir recordándome como colgaron como a un perro al abuelo por ser lo que yo quería ser. Solo consiguió alentarme más en mi cometido.
Cécil. Borracho, ladrón, asesino. Mató a una pareja de ancianos para robarles dinero para seguir bebiendo. Andaba libre. Fue mi primera victima. Seguí el ritual del abuelo. Le dejé inconsciente por medio de estrangulación. Le até a un poste de madera. Cuando despertó, y solo cuando despertó, le clavé un cuchillo en el corazón. Después vino Damien, luego Emile, luego Florien. Pero algo no funcionaba como debía. La justicia se impartía pero yo me sentía mal. Mal por matar. Algo faltaba. Fui a pedir consejo a la única persona a la que podía acudir, papá. Fui a la comisaría y se lo conté todo. El se horrorizó de tal manera que le hizo vomitar. Me echó de la comisaría. Pero aquella noche me llamó y fui a su casa para hablar.
“ Es la daga hijo. Tu problema es la daga. África nos dio una daga para cumplir nuestro cometido. Solo con ella se puede impartir justicia de verdad. A tu abuelo le detuvieron y se la quitaron para pruebas en el juicio. A tu abuelo lo mataron hace ya quince años, supongo que nadie echará de menos esto de la sala de pruebas”. Cogió una bolsa de plástico de la cual sacó la daga. La sujeté por primera vez. Sentí una tremenda energía, un escalofrío me recorrió toda la espalda, un bienestar absoluto, paz… justicia. No había duda, papá tenía razón, era la daga. “Un policía solo es un civil jugando a ser poli sin su placa. La daga. Solo se hará justicia con ella, así lo dictó África. Continúa con nuestro cometido hijo, haré lo posible para que la policía no se intrometa, siento ser una deshonra para ti pero tengo mis razones, también amo África, ¿sabes?”. Sus palabras me conmovían pero a la vez me daba lástima. Supongo que así era como quería arreglar su traición. Pobre hombre.
Y un hombre me había seguido y estaba al acecho. Resulta que Armand, viejo amigo de Florien, mi último ajusticiado, también ladrón, también asesino, escuchaba toda nuestra conversación desde la ventana de la cabaña. Me había seguido con la intención de vengar a su camarada criminal. Para mi suerte , igual que Florien, Armand era muy patoso y llamó nuestra atención antes de descargar todo el cartucho de su pistola hacia el interior de la cabaña. Papá el policía entró en acción cubriéndome de un salto. Me quitó la daga de las manos y salió corriendo a por él. Y le cogió.
Lo siguiente que pasó ya lo conocéis. Me sentí orgulloso de mi padre, claro que yo pensaba que lo había matado.
Mi padre me aceptaba y me protegía. Y me dio la daga para seguir adelante y honrar al abuelo.
Solo dos meses después me desapareció la daga de casa lo cual me supuso una gran tragedia. Pero la tragedia fue absoluta cuando descubrí a mi padre degollado en su casa cuando iba a contarle lo del robo. Mi vida cobró más sentido que nunca. Mi padre merecía justicia. Ví junto a su mano algo escrito con sangre, su propia sangre: Armand.
El cuerpo de policía le enterró con grandes honores. Supongo que había gente que le respetaba, y mucho, por dedicar su vida a su propia causa.
Yo supe bien lo que hacer. Armand, patoso Armand…
No fue difícil encontrarle. No fue difícil dejarle inconsciente. No fue difícil atarle. Y cuando despertó… le pregunté por la daga. Pocas palabras sacas de un mudo analfabeto, papá había hecho un buen trabajo para que no hablara nunca. Pero paciencia, intimidación, unos cuantos dedos seccionados y una minuciosa lectura de labios dieron sus frutos. Lo había vendido para conseguir drogas. A un grajero para esquilar a las ovejas. Me dio la dirección y antes de salir a por ella, le curé las heridas y le seccioné los labios para que no hablara nunca más, mejorando el buen trabajo de papá. Esto lo quería hacer bien, necesitaba que estuviera vivo y despierto, y necesitaba la daga.
Harmonie y Babtiste, humildes granjeros, buenas personas, escucharon lo que les tenía que contar. Comprendieron mi relato sobre la importantísima pieza de historia familiar con un valor sentimental incalculable, que habían robado de mi casa y sabía que ellos tenían en su poder. No mentí ni una sola vez. Me creyeron y decidieron vendérmela por una suma razonable.
Finalmente la tengo en mis manos. No puedo expresar lo mucho que significa para mi. Lo que significa para mi padre. Para mi abuelo. Para el resto de mis antepasados. Esto significa mucho para África. Ella nos hizo como somos, ella nos guía.
Armand, no te mueras aún, no tardaré mucho.


DGF