— ¿Hasta dónde?
— Al quinto por favor.
— En seguida señor — …“¡Ping!”— .El quinto. Buenos dias señor.
Este era el tipo de conversación que tendría el bueno de Don Ramón Ramónez más de cien veces a lo largo de un día de trabajo. A veces tendría otras del tipo:
— Un gran día el de hoy.
— Sí, no hay ni una sola nube. Ya nos tocaba un poco de sol.
— Sí, es verdad. Ya llega la primavera.
— Sí, es verdad.
— Sí.
U otras de esta índole:
— ¿Como van esos nietos suyos señor?
— Tendrías que verlos, han salido al padre. Se están poniendo guapísimos. Ahora, su madre no los educa nada bien, ¡estos liberales!, ya sabe.
— Ya, ya…
— Corren otros tiempos don Ramón, ya no es como cuando usted y yo éramos jóvenes.
— Cuánta razón lleva señor.
Y es que don Ramón era todo un profesional de la conversación de besugo y la elevación. Un dinosaurio vivo con una profesión en vias de extinción. Don Ramón el ascensorista. Ya no quedan muchos como él y aún menos que sean profesionales y descendientes de una larga estirpe de ascensoristas, como Don Ramón. Don Ramón trabajaba desde hacía casi cuareta años en el ascensor del edificio Ordóñez, un rascacielos de cuarenta pisos que albergaba en su interior, desde oficinas, bancos, joyerías hasta pisos de superlujo y algunas suites de cinco estrellas, propiedad de un conocido hotel. Gentes de muy alto nivel económico, de una clase social muy elevada, gente de mentira, como decía él, ocupaba el edificio durante las horas de luz, día sí, día también. Cuarenta pisos arriba. Cuarenta pisos abajo. Así durante todo el día, todos los días. Buenos días, buenas tardes, buenas noches señor, señora, don o doña. Muchos dirían que Don Ramón llevó una vida aburrida. Pero él no lo pensaba así. El profesional Ramón vivía su trabajo. Decía que el edificio Ordoñez, no sería el mismo sin los Ramónez, cosa que decía siempre Ramón Ramónez padre y Ramón Ramónez abuelo, descansen en paz. Había tenido una vida llena de anécdotas de ascensor, las más variadas y singulares. Tenía dos sueños para cuando se jubilase, y ese día se acercaba. Quería escribir un libro con todas sus anécdotas y quería pasarle el testigo en el edificio Ordóñez a Ramón Ramónez hijo. Pero pocos días para su jubilación ocurrió algo que no había planeado.
Un buen día once de un més que no recuerdo, un avión supuestamente controlado por unos terrorristas malos, malísimos se estrelló contra la cara oeste del edificio Ordóñez entre los pisos veinte y veintidós, sí, eso és, en el piso veintiuno. Don Ramón se encontraba en ese momento en el piso cuarenta y quedó aislado por las llamas ,con muchas otras personas, por encima de la mitad de la torre. Los bomberos consiguieron salvar a casi todo el mundo por debajo del piso veintiuno pero no consiguieron llegar a los pisos más arriba. Ya se respiraba tragedia cuando, en un momento dado, la torre se desplomó con toda esa gente de mentira y Don Ramón aún en su interior. No quedó nada. Solo escombros y muertos. Más tarde, en las labores de desescombro de la zona 0, se encontró una caja metálica. Se había encontrado el ascensor de Don Ramón. Un ataud metálico que cayó desde el piso cuarenta y fue enterrado en escombros. Cuando abrieron la puerta esperando encontrar más cadáveres, encontraron a Don Ramón que, visiblemente afectado por el golpe, dijo “Buenos días señores, ¿a qué piso van?”
Don Ramón se había salvado y había sido el único superviviente de la planta veintiuno para arriba. La caja metálica que era su amado ascensor le había salvado. Don Ramón estuvo ingresado en el hospital durante varios días para reconocimiento, pero la verdad es que había salido ileso de el atentado. Una anécdota más para su libro. “Tengo muchas ganas de montarme en un ascensor de nuevo, no los he cogido miedo. En cuanto salga de aquí pienso terminar las semanas que me quedan antes de mi jubilación montado en un ascensor” le llegó a decir a la prensa mientras estaba en hospital.
Pero no todo eran buenas noticias para Don Ramón. Ahora, sin edificio Ordoñez, su hijo Ramón no podría tomar el relevo de su padre. Es más, el edificio Ordoñez era el último bastión ascensorista en la ciudad, ya no quedaban más ascensores que subir y bajar profesionalmente. Se había quedado sin trabajo, y su hijo Ramón, sin llegar a tenerlo y en la flor de la vida, también.
Y la vida le volvió a dar una de cal y una de arena. Lo bueno fue que el Gobierno le hizo efectiva una suma de dinero astronómica, como compensación por los daños sufridos en el atentado del día once. Se habían volcado políticamente para cazar a los malos y lo demostraban de esta manera. Ahora Don Ramón era asquerosamente rico, una persona de mentira, como él decía. La familia Ramónez saldría de ésta. La familia Ramónez, sí, pero no Don Ramón. Las malas noticias llegaron a casa el día once del siguiente mes, éste si que recuerdo que era octubre. Debido a los constantes cambios de presión, por subidas al cielo y bajadas al suelo de Don Ramón en su ascensor, su corazón se había debilitado mucho. Don Ramón estaba enfermo y se estaba muriendo. Le habían dado un més de vida.
Se puso manos a la obra. Quería dejarlo todo listo antes de su partida. Lo primero que compró fue una pequeña grabadora de voz. Lo siguiente fueron unas tierras en la ciudad. Habló con un edificador. Habló con un ingeniero. Habló con un gestor. Habló también con un sindicato. Y habló con un constructor de ascensores, lutier de ascensores decía él.
Y en su lecho de muerte quiso hablar con su familia, la familia Ramónez. Habló primero el gestor que leyó en alto el testamento de Don Ramón Ramónez. Su familia se llevaría unas tierras donde se estaba construyendo una gran torre que se llenará de gente de mentira y sus oficinas y picaderos con vistas panorámicas de la ciudad. La torre Ramónez. En uno de sus lados, el oeste, habría un asensor. Pero no un ascensor cualquiera. Un ascensor de doscientos metros cuadrados, cuatro habitaciones, salón con terraza, baño con jacuzzi e hidromasage, cocina moderna y una pequeña piscina interior. “Para que vivais en el piso de vuestra elección, un piso al día si quereis” dijo Don Ramón. En el piso cuarenta se encontrarán las oficinas de Ascensoristas Ramónez S.L. y el Sindicato de Ascensoristas, los cuales habían de ser dirigidos por Ramón Ramónez hijo, “te lo mereces hijo. Sigue nuestra tradición, no dejes que los ascensoristas desaparezcan de este mundo, es una profesión demasiado bella” le dijo . A la señora de Ramónez se le hizo entrega de la pequeña gravadora de voz que Ramón había comprado. Su cometido sería escribir un libro con todas las grandes anécdotas de ascensor que allí había grabado su marido. “Tú me conoces mejor que nadie amor, haz que mi sueño se haga realidad”. Don Ramón cerró los ojos. “Ahora voy a coger el último ascensor de mi vida para subir al cielo. Hasta que lo cojáis vosotros y nos volvamos a ver… adios, os quiero…” Y luego se susurró para si mismo “Hola muy buenos días. Sí, al último piso por favor. ¿Ha visto que buen día hace? Ya llega la primavera…” sonrió y su corazón se paró.

D.G.F.
— Al quinto por favor.
— En seguida señor — …“¡Ping!”— .El quinto. Buenos dias señor.
Este era el tipo de conversación que tendría el bueno de Don Ramón Ramónez más de cien veces a lo largo de un día de trabajo. A veces tendría otras del tipo:
— Un gran día el de hoy.
— Sí, no hay ni una sola nube. Ya nos tocaba un poco de sol.
— Sí, es verdad. Ya llega la primavera.
— Sí, es verdad.
— Sí.
U otras de esta índole:
— ¿Como van esos nietos suyos señor?
— Tendrías que verlos, han salido al padre. Se están poniendo guapísimos. Ahora, su madre no los educa nada bien, ¡estos liberales!, ya sabe.
— Ya, ya…
— Corren otros tiempos don Ramón, ya no es como cuando usted y yo éramos jóvenes.
— Cuánta razón lleva señor.
Y es que don Ramón era todo un profesional de la conversación de besugo y la elevación. Un dinosaurio vivo con una profesión en vias de extinción. Don Ramón el ascensorista. Ya no quedan muchos como él y aún menos que sean profesionales y descendientes de una larga estirpe de ascensoristas, como Don Ramón. Don Ramón trabajaba desde hacía casi cuareta años en el ascensor del edificio Ordóñez, un rascacielos de cuarenta pisos que albergaba en su interior, desde oficinas, bancos, joyerías hasta pisos de superlujo y algunas suites de cinco estrellas, propiedad de un conocido hotel. Gentes de muy alto nivel económico, de una clase social muy elevada, gente de mentira, como decía él, ocupaba el edificio durante las horas de luz, día sí, día también. Cuarenta pisos arriba. Cuarenta pisos abajo. Así durante todo el día, todos los días. Buenos días, buenas tardes, buenas noches señor, señora, don o doña. Muchos dirían que Don Ramón llevó una vida aburrida. Pero él no lo pensaba así. El profesional Ramón vivía su trabajo. Decía que el edificio Ordoñez, no sería el mismo sin los Ramónez, cosa que decía siempre Ramón Ramónez padre y Ramón Ramónez abuelo, descansen en paz. Había tenido una vida llena de anécdotas de ascensor, las más variadas y singulares. Tenía dos sueños para cuando se jubilase, y ese día se acercaba. Quería escribir un libro con todas sus anécdotas y quería pasarle el testigo en el edificio Ordóñez a Ramón Ramónez hijo. Pero pocos días para su jubilación ocurrió algo que no había planeado.
Un buen día once de un més que no recuerdo, un avión supuestamente controlado por unos terrorristas malos, malísimos se estrelló contra la cara oeste del edificio Ordóñez entre los pisos veinte y veintidós, sí, eso és, en el piso veintiuno. Don Ramón se encontraba en ese momento en el piso cuarenta y quedó aislado por las llamas ,con muchas otras personas, por encima de la mitad de la torre. Los bomberos consiguieron salvar a casi todo el mundo por debajo del piso veintiuno pero no consiguieron llegar a los pisos más arriba. Ya se respiraba tragedia cuando, en un momento dado, la torre se desplomó con toda esa gente de mentira y Don Ramón aún en su interior. No quedó nada. Solo escombros y muertos. Más tarde, en las labores de desescombro de la zona 0, se encontró una caja metálica. Se había encontrado el ascensor de Don Ramón. Un ataud metálico que cayó desde el piso cuarenta y fue enterrado en escombros. Cuando abrieron la puerta esperando encontrar más cadáveres, encontraron a Don Ramón que, visiblemente afectado por el golpe, dijo “Buenos días señores, ¿a qué piso van?”
Don Ramón se había salvado y había sido el único superviviente de la planta veintiuno para arriba. La caja metálica que era su amado ascensor le había salvado. Don Ramón estuvo ingresado en el hospital durante varios días para reconocimiento, pero la verdad es que había salido ileso de el atentado. Una anécdota más para su libro. “Tengo muchas ganas de montarme en un ascensor de nuevo, no los he cogido miedo. En cuanto salga de aquí pienso terminar las semanas que me quedan antes de mi jubilación montado en un ascensor” le llegó a decir a la prensa mientras estaba en hospital.
Pero no todo eran buenas noticias para Don Ramón. Ahora, sin edificio Ordoñez, su hijo Ramón no podría tomar el relevo de su padre. Es más, el edificio Ordoñez era el último bastión ascensorista en la ciudad, ya no quedaban más ascensores que subir y bajar profesionalmente. Se había quedado sin trabajo, y su hijo Ramón, sin llegar a tenerlo y en la flor de la vida, también.
Y la vida le volvió a dar una de cal y una de arena. Lo bueno fue que el Gobierno le hizo efectiva una suma de dinero astronómica, como compensación por los daños sufridos en el atentado del día once. Se habían volcado políticamente para cazar a los malos y lo demostraban de esta manera. Ahora Don Ramón era asquerosamente rico, una persona de mentira, como él decía. La familia Ramónez saldría de ésta. La familia Ramónez, sí, pero no Don Ramón. Las malas noticias llegaron a casa el día once del siguiente mes, éste si que recuerdo que era octubre. Debido a los constantes cambios de presión, por subidas al cielo y bajadas al suelo de Don Ramón en su ascensor, su corazón se había debilitado mucho. Don Ramón estaba enfermo y se estaba muriendo. Le habían dado un més de vida.
Se puso manos a la obra. Quería dejarlo todo listo antes de su partida. Lo primero que compró fue una pequeña grabadora de voz. Lo siguiente fueron unas tierras en la ciudad. Habló con un edificador. Habló con un ingeniero. Habló con un gestor. Habló también con un sindicato. Y habló con un constructor de ascensores, lutier de ascensores decía él.
Y en su lecho de muerte quiso hablar con su familia, la familia Ramónez. Habló primero el gestor que leyó en alto el testamento de Don Ramón Ramónez. Su familia se llevaría unas tierras donde se estaba construyendo una gran torre que se llenará de gente de mentira y sus oficinas y picaderos con vistas panorámicas de la ciudad. La torre Ramónez. En uno de sus lados, el oeste, habría un asensor. Pero no un ascensor cualquiera. Un ascensor de doscientos metros cuadrados, cuatro habitaciones, salón con terraza, baño con jacuzzi e hidromasage, cocina moderna y una pequeña piscina interior. “Para que vivais en el piso de vuestra elección, un piso al día si quereis” dijo Don Ramón. En el piso cuarenta se encontrarán las oficinas de Ascensoristas Ramónez S.L. y el Sindicato de Ascensoristas, los cuales habían de ser dirigidos por Ramón Ramónez hijo, “te lo mereces hijo. Sigue nuestra tradición, no dejes que los ascensoristas desaparezcan de este mundo, es una profesión demasiado bella” le dijo . A la señora de Ramónez se le hizo entrega de la pequeña gravadora de voz que Ramón había comprado. Su cometido sería escribir un libro con todas las grandes anécdotas de ascensor que allí había grabado su marido. “Tú me conoces mejor que nadie amor, haz que mi sueño se haga realidad”. Don Ramón cerró los ojos. “Ahora voy a coger el último ascensor de mi vida para subir al cielo. Hasta que lo cojáis vosotros y nos volvamos a ver… adios, os quiero…” Y luego se susurró para si mismo “Hola muy buenos días. Sí, al último piso por favor. ¿Ha visto que buen día hace? Ya llega la primavera…” sonrió y su corazón se paró.

D.G.F.