martes, 1 de diciembre de 2009

El cadáver exquisito


1
Su belleza solo era comparable al de un cadáver putrefacto lleno de gusanos asomando por sus partes abiertas. Era su novia y él la amaba.
2
Bellas mujeres con el pelo cardado, rubio a ser posible. Trajes de baño minúsculos de colores vivos, se permite la lentejuela. La braga del bikini ha de llegar casi hasta las axilas. Quizás se pueda llevar una chaquetita torera pero nunca sin hombreras y siempre desabrochada. Yo siempre quise ser un malo de los que salían rodeados de estas mujeres. Solían ser unos seres corruptos, sin escrúpulos, solían vestir de blanco y los jeeps de sus secuaces sanguinarios volcarían saltando por los aires con un tirabuzón hacia la derecha mientras persiguiesen la furgoneta del Equipo A.
3
Me la quedé mirando mientras montaba mi sierra eléctrica. Pensé en lo rojo que se pondría el traje blanco que llevaba. Miré después hacia la piscina donde flotaban cinco hombres fornidos y desnudos. Pectorales y abdominales perfectos. Un calzón minúsculo les cubría las partes. Todo era demasiado bello. Pronto dejará de serlo pensé mientras arranqué la máquina.
4
No solíamos quedar nunca. Nos arreglaríamos en casa. Nos pondríamos nuestros vestidos rotos y chupas sin mangas y con hombreras. Nos cardaríamos el pelo, pintaríamos los ojos de azúl y amarillo, los labios de negro, nos calzaríamos las plataformas y nos iríamos encontrando todos allí en El Via Láctea. En realidad éramos cuatro gatos, no era lo que hoy pensamos que fue.
5
Sonó el móvil, me levanté y contesté dejando la sierra apoyada en la pared. Era Alicia. Curiosamente me pidió la sierra que estaba a punto de utilizar. Le dije que se lo prestaría cuando acabase de utilizarla. Podé los setos del jardín. Metí después la sierra en la furgoneta y conduje a casa de mi novia.
6
San Francisco es una ciudad estupenda para las persecuciones por sus empinadas y consecutivas cuestas. El tranvía nos dará un toque especial además de hacernos de un obstáculo formidable. Por sus calles los coches saltarán en un estricto orden uno después del otro. Comenzaremos con ocho coches de policía (los más cuadrados que tenga) persiguiendo a un Mustang negro. Iremos perdiendo tapacubos en las curvas y algún que otro coche de policía en los cruces. Iremos soltando parachoques y faros en los aterrizajes. Un coche de policía chocará con un tranvía. El Mustang escapará del detective que va en el último coche de policía saltando por un puente levadizo siendo izado. Pero al otro lado se encontraría con la con una furgoneta GMC Vandura negra con una raya roja pintada en cada uno de sus lados.
7
En el otro lado de la linea sonó mi amigo policía mientras la sangre aún caía por la sierra. No le dije nada, no me atreví. Miré a Alicia. Luego miré el grotesco escenario, la sangre, las vísceras, las moscas. Volví a mirar a Alicia. “Se ha cometido un crimen” dije por el teléfono.
8
Los buenos siempre han de ganar. Las muertes no han de ser retratadas. Las balas son infinitas. Las mesas de madera son antibalas. No debe de salir sangre, la mínima posible. Los pelos, cardados. Los bigotes, poblados.
9
No la encontraba bella. Sabía que era fea pero era perfecta para él. En toda su juventud solo había salido con las mujeres más guapas. Pero había cambiado la belleza superficial por la belleza interior. Y en eso Alicia no tenía competidora.
10
Comencé por la bella mujer de blanco. Primero la cara. Los labios, las orejas, los dientes. Mira que guapa te ves ahora. Hay que mejorar esa tripita lisa que tienes. También esas piernas perfectas. Me da mucha pena que se te manche el traje blanco tan bonito que llevas. Ya me encargaré de los hombres despueś, les borraré esa belleza estúpida de la cara...
11
Aparqué mi GMC Vandura (réplica de aquella de la mítica serie El Equipo A) en la entrada de casa de Alicia, mi novia, la mujer más fea del pueblo y tambien la más especial. La amo con locura y haría cualquier cosa por ella. ¡Y mira que es fea la jodía! Cogí la sierra de la parte trasera y se la dejé. No pregunté para qué. Me fui a trabajar.
12
Después de un duro día de trabajo combatiendo narcos, secuestradores, políticos corruptos, persecuciones a tiros y demás a uno le entra sed. Iríamos a casa en la fugoneta de M.A. Hablaríamos de ver a nuestros amigos y tomar una cerveza con ellos y contarles la jornada. Nunca quedábamos con ellos. Nos arreglríamos, nos cardaríamos los pelos, nos pintaríamos los ojos y los labios y saldríamos para encontrarnos con todos en El Via Láctea de Malasaña.
13
“Alicia, corre. Desaparece. Mi amigo policía está viniendo para ver lo que podemos hacer. Quiero que te escondas bien para que nadie te encuentre. Quiero que sepas que todo está bien. Yo estoy contigo mi vida. ¡Corre, preciosa!” . Fueron las últimas palabras que Alicia me escuchó decir. La encontraron la mañana siguiente en su casa sin vida. Los que la encontraron pensaron que llevaba semanas muerta.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Último Asalto


La lona lo llamaba. Tiraba de él, como si de un gran imán se tratara. Era el último asalto. El último. El timbre de la campana fue casi inaudible, solo una sutil y distante llamada por encima de un zumbido agudo constante en su cabeza que le dificultaba la concentración. Sin duda el oído estaba tocado. Pero a estas alturas a quién le importaba. A nadie. Diez segundos entrados en el asalto, recibió un fuertísimo gancho de derechas del campeón. El cerebro se agitó en su cráneo y la lona volvió a tirar de él. Las cosas se le tornaron borrosas y comenzó a sucumbir a la llamada de aquella superficie azul. Solo veía el azul mientras caía lentamente hacia delante. ¿Qué tenía el azul, que todas las lonas de los cuadriláteros del mundo eran de ese color? El azul le recordaba al mar que bañaba su pueblo natal donde había tenido una infancia tan feliz. Y había decidido tomarse un último chapuzón en ese mar azul y recordar la ternura e inocencia de su corta etapa allí. Y entró de cabeza y le rodearon las burbujas. Cuando éstas le dejaron ver pudo observar un banco de pececillos junto al pilar de madera sumergido del embarcadero. Subió para coger aire. El aire era puro y limpio. Subió por la escalera del embarcadero como había hecho tantas veces. Caminó por él observando el pequeño pueblo pesquero que le había hecho. Caminó por sus calles estrechas llenas de color. Todo seguía igual. Notó una mano en su hombro.
- Hola chico.
- Hola señor Smith. Ha pasado mucho tiempo.
- Si Dylan, pero nunca me olvidaría de mi mejor alumno. No debiste dejar el colegio pequeño. Habrías llegado lejos.
- No lo dejé por gusto Sr. Smith. Mi madre, mis hermanitos, me necesitaban…
- Lo sé. Siento lo de tu padre chico. Tuvo que ser muy duro. Que el mar se lleve a un compañero pescador es duro para todos nosotros.
- No les podía dejar. Yo me convertía en el hombre de la casa con todas sus obligaciones. Por eso comencé a trabajar de mozo en el puerto.
- Sólo tenías trece años.
- No se preocupe por mi sr. Smith, míreme ahora. Soy un buen luchador, tengo fama, dinero, una mujer y un hijo…
- Si chico, pero no eres feliz. ¿Por qué si no vuelves por aquí?
- Adios Sr. Smith.
- Hasta siempre chico.
Escuchó como el árbitro contaba “¡ Cuatro, cinco, seis…!” Abrió los ojos. Primero vio el azul de la lona. Luego los pies de su contrincante. Luego miró al público. Todos en pie gritando que se levantase, pero ya no oía nada más que el zumbido en su cabeza y los números gritados al oído por el árbitro “… siete …”.
Y una vez más se vio en pie frente al campeón y el público se volvía loco.
Almacenó fuerzas y lanzó sendos crochets con la izquierda y la derecha respectivamente que hicieron adoptar una postura defensiva al campeón. El público no dejaba de rugir y animar a su favorito. El campeón devolvió un golpe en los abdominales que dobló a Dylan y le hizo retroceder. El campeón se lanzó hacia él con jabs, directos y todo su listado de técnicas. Le llovían los golpes por todas direcciones y no hacía más que defenderse y retroceder. Finalmente topó con las cuerdas. Unas cuerdas que no eran ásperas como las que había conocido al principio. Unas cuerdas limpias y suaves. El campeón levantó el puño derecho, apuntó a la cara de Dylan y lo disparó contra él. En ese momento Dylan cerró los ojos, y cuando los abrió… vio a Rob, su primer entrenador, lanzándole un directo con la diestra que consiguió esquivar con soltura. Ya no había público. Ya no estaba el campeón. Estaba en el viejo gimnasio donde había comenzado a entrenar en serio. Le había traído a la gran ciudad Rob, una vieja gloria del boxeo local que ahora se dedicaba a sacar a niños pobres de la miseria enseñándoles una profesión como luchador. No cualquier niño era apto. Rob había ojeado a Dylan en las peleas clandestinas que se montaban en el puerto pesquero donde éste trabajaba. El niño era un fenómeno con los puños y de esta manera sacaba un dinero extra para su malparada familia.
- Ya esta bien por hoy Mula. - Rob llamaba Mula a Dylan por los trabajos que éste desempeñaba, tanto en el pueblo como ahora, en la gran ciudad. Decía que no era más que una mula de carga y a Dylan no le importaba.
- ¿Cómo estás Rob?
- Estoy contento Mula. Te has convertido en un gran luchador. Estoy muy orgulloso de ti.
- Es todo gracias a ti.
- No chico. Tu lo valías desde el principio. Yo solo te enseñé los trucos.
- Me los enseñaste muy bien.
- Debe ser verdad, mírate ahora, luchando por el cinturón de campeón. Es increíble.
- Pero creo que no soy feliz Rob.
- Ya lo sé Mula. Lo he notado.
- Cada vez que consigo algo, pierdo otra cosa. No puedo compartir mis triunfos con la gente que amo. Tú por ejemplo, ¿Por qué te fuiste? Por qué tuviste que morirte. Tenías que verme triunfar.
- Era viejo Mula. Los viejos, morimos…
- ¿Y papá? ¿Y mamá? ¿Eran viejos? ¿Y la pequeña Betrys y el pequeño Owen? ¿Acaso eran viejos ellos?
- Calma Mula. Ya sabes que a tu padre nunca le conocí. Y que sentí tanto como tú la muerte por cáncer de tu madre, fue una pérdida trágica. Pero no tenía ni idea de lo de Betrys y Owen. Dios bendito, ¿que les pasó a las pobres criaturas?
- Pasó después de tu muerte. Caminaban por la ciudad con la niñera que había contratado para cuidarles. Caminando por la ciudad tranquilamente. Venían al combate que me proclamó campeón del condado. Era solo un paseo desde casa. Un coche descontrolado chocó con una farola que golpeó a varios viandantes cercanos. Hubo dos muertos…
- Lo siento Mula. No tenía ni idea. Pero no te machaques por ello. Piensa en tu mujer y tu hijo.
- Mi mujer me ha pedido el divorcio. Dice que mi depresión junto al mundo del boxeo no es bueno para nuestro pequeño.
- ¡Zorra asquerosa!
- No Rob, está bien, ella tiene razón. Creo que es mejor que se alejen de mí antes de que les ocurra algo a ellos también.
- Muy bien Mula, como tu digas. Pero ahora concéntrate en el combate, tienes que ganarte un cinturón de campeón del mundo chico. Ponte recto, reacciona, dale fuerte, por los tuyos…
Por ti Rob…
Echó una última mirada a aquella sala sucia que olía a humanidad, con ese cuadrilátero de madera, lona desgastada y cuerdas ásperas y cortantes que dejaban marca cuando rebotabas contra ellas. Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos pudo ver el puño derecho del campeón directo hacia su cara. Una esquiva efectiva, de aquellas que le había enseñado el viejo Rob, y un buen gancho de izquierdas, marca de la casa, desestabilizaba al campeón que cayó al suelo. Pero rápidamente se puso en pie de nuevo y frente a él. El público explotó. “Éste es el último asalto… Mamá, papá, Betrys, Owen, Rob. Melinda mi amor, Owen jr, ,mi pequeño, observad todos esto. Voy a ser campeón del mundo.”


DGF

sábado, 1 de agosto de 2009

Historia fría



Aintza decidió poner fin a su vida esa gélida madrugada. Llevaba ya incontables noches durmiendo apenas unas horas. Ricardo, a su lado, dormía profundamente. Desde que él se sinceró con ella y le dijo acerca de la aventura que mantuvo con la pescadera, todo había cambiado. Sentía el frío del vacío; ese regusto metálico que se siente en la boca, se infiltra en tu garganta y baja a lo largo de toda tu tráquea hasta llegar al estómago para retorcerlo con fuerza; esa sensación de sed que uno sabe que se apacigua con agua, pero que no se marcha.
En sus insomnios buscaba el momento en que ella había dejado de tener control sobre su propia vida; entonces le vino a la mente su decimotercer cumpleaños. Su madre le organizó una multitudinaria fiesta de aniversario con payasos, globos de colores por toda la casa, serpentinas, juegos... A la fiesta asistió Dídac, el hijo mayor de la casa vecina, en presencia del cual, Aintza, se ponía nerviosa. En el pastel de frutos rojos se leía en chocolate: “A mi pequeña Aintza, en su decimotercer cumpleaños. Amor, Mamá”. Estirada en su cama, con los ojos abiertos fijados en el techo blanco, la recordaba vivamente llegar sonriente, con su ceñido vestido rojo y sus finos labios a juego, sus delicados pasos sobre altos tacones negros, la bajada de la araña de la sala central, y las velas iluminándole sus ojos verdes emocionados mientras cantaba el horrible “Cumpleaños feliz” a coro con los demás, que también se mostraban ridículos en medio de todo ese circo. Aintza se sintió tan avergonzada que salió corriendo y, desde ese día, sólo había deseado una cosa: Crecer, y había corrido tanto que se encontraba ahora agotada, con 32 años, y sin saber quién era ella en realidad.
Veía toda su vida actual como si ella fuera un personaje que protagonizaba —mejor dicho, actuaba— en una película. Estudió derecho porque así lo deseó su padre, un padre que apenas aparecía en casa más que para dar órdenes y traer inútiles regalos de sus infinitos viajes. Luego estaba su relación con Ricardo, también fruto de las circunstancias, la educación, y el círculo social. Con él vivía desde hacía tres años, aún preguntándose qué era el amor, ese amor que soñaba sentir desde niña y que quería descubrir. Apartó las sábanas de franela blancas y, descalza, fue al lavabo contiguo al dormitorio. Abrió la puerta del armario con cristal que había sobre el lavamanos de mármol y del estante de arriba, cogió las tijeras, la cuchilla y la maquinilla de Ricardo. Salió con el raso negro indicando sus movimientos hacia el pasillo, bajó por la escalera de caracol hasta el segundo piso con todos los bártulos presionados en sus manos y las lágrimas desgarradas circulando por su piel.

Se colocó frente al espejo del cuarto de baño de invitados. Se observó fijamente durante unos minutos y volvió a ver, en sus rasgados ojos negros, la fuerza. Cogió las tijeras y un mechón de su largo pelo ceniza y lo cortó. Y así, uno tras otro, los restos de pelo iban quedando sobre la cerámica índigo. Cuando tuvo su larga cabellera lo suficientemente corta, se pasó la maquinilla de Ricardo, colocada en el número dos. Se dio una larga y exfoliante ducha y se depiló. Después, se dirigió al vestidor donde se puso un jean y un jersey de lana negra; cogió su pequeña maleta roja de piel de cocodrilo y la rellenó con algunas cosas. Volvió arriba. Ricardo seguía dormido. Pasó al baño y llenó su neceser. En una mochila, puso algunos blocks y pocos libros. Bajó a la cocina, dejó sus llaves y una nota sobre la barra americana. Luego, cerró la puerta tras de sí, sin mirar atrás.

Empezaban a mostrarse grisáceos amarillentos en el cielo mientras se dirigía a la estación de trenes. Caminaba meditativa. Llegó a la gran puerta roja de la estación. Había bastante movimiento a pesar de la hora temprana. En su horizonte, un montón de ventanillas donde se vendían billetes para corta y larga distancia. De las siete ventanillas destinadas a los largos recorridos, todas estaban ocupadas excepto una, hacia la cual se dirigió con paso firme.
Pidió un billete al soñoliento empleado; le indicó que no le dijera el destino, que sólo le diera un billete con el trayecto más largo que tuviera en su recorrido. El empleado la miró con asombro, pero así lo hizo.
—Vía 11 —le dijo—. Sale dentro de una hora. Qué tenga un buen viaje.
Tras darle las gracias, paseó durante un rato por la estación; algunas tiendas de objetos de regalo, revistas y libros, un estanco, un puesto de desayunos… Entró en un bar que, para ser un bar de estación, se mostraba bastante acogedor. Entró y pidió un café americano al enorme camarero. Éste, con una amplia sonrisa, se lo llevó a la mesita redonda donde ella se sentó. Sacó un cigarrillo de su bolso y disfrutó de su último desayuno en Madrid mientras observaba los paseantes a través de un gran ventanal. Pagó y salió, dirigiéndose a los andenes que se abrían bajo la escalera mecánica. Se dirigió hacia la vía 11 y se sentó en un banco. Cogió su diario y, al abrirlo, se dio cuenta de que nada cambiaría. Pensó que su vida ya estaba escrita. Cuándo se acercó el que debería ser su tren, se arrojó.


Sentido imperdible

Shakespeare la cautivó una vez más. A pesar de que Hamlet era una obra que ella conocía en profundidad a través de los libros y películas, volvió a sorprenderla. Era la primera vez que Elia veía una representación teatral de dicha obra y se sentía embriagada de poesía. Caminaba ya hacia su casa. La calle olía a verano mientras la luna empezaba a decrecer entre las nubes. Al llegar encendió su ordenador. Imposible dormir. Quería más poesía. Navegó hasta Julio Cortázar y encontró esto: “Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo.”
Fue al vestidor para desnudarse y vio el espejo ovalado que ocupaba la pared. Intoxicada como estaba de la locura del adorable Hamlet y sedienta de aventuras, con su cuerpo ya bajo el camisón, retiró la cómoda, se calzó unas botas negras, y cogió un martillo de la caja de herramientas. Se miró al espejo durante unos segundos y vio sus ojos negros como salidos de órbita; reconoció a Hamlet y escuchó las palabras de Cortázar como un susurro cercano. Entonces golpeó al centro del cristal y éste se quebró formando una tela de araña. La habitación cobró otra forma, distorsionada por los fragmentos irregulares. Dio otro golpe y cayó algún añico de cristal al suelo. Obtuvo una nueva habitación a través del espejo, que también fue otro. Dejó el martillo y dejó caer los brazos. Miró la pared. Intentó olvidarse. Cantó una nota, y esperó. Al cabo de unos largos minutos oyó. Oyó a una señora y a un señor conversar, y el ruido de unos cubiertos sobre platos. “¿Estaré bien encaminada?”, se preguntó. Pero siguió oyendo, y con el oír, vino el ver. Vio un gran comedor, con una mesa ostentosa y rectangular, cuatro comensales y dos sirvientes. Ni rastro de hogueras, ni ríos, ni caballos. Pero sí oyó el sabor del pan. La señora hablaba al anciano sobre tiempos pasados. El anciano parecía perdido y aturdido. Debía pasar los setenta años. La niña, de unos cuatro, estaba concentrada en su plato de sopa. El marido se acomodó las gafas y tomó la palabra para seguir dirigiéndose al anciano. El anciano apenas pronunciaba palabra.
Estábamos preocupados retomó la mujer. Desde la muerte de Ana, (la mujer del anciano), algunos dijeron que te habías vuelto completamente loco. Nosotros no podíamos creerlo. Incluso llegamos a escuchar que en algunas ocasiones la policía había tenido que acompañarte a casa porque ya no sabías ni dónde se encontraba. Un reconocido psiquiatra como tú… era imposible. ¡Qué alegría encontrarte hoy en el parque!
El anciano asentía y sonreía, iba y venía en su letargo. Pero ellos, alterados por sus propios discursos, no podían ver más allá de sus palabras ni de su escogida realidad. Terminaron de cenar y pasaron a otra sala, repleta de libros. La mujer caminaba bien erguida sobre sus tacones negros. Juliette, la angelical niña de bucles dorados, obtuvo permiso para salir un rato fuera. El marido ofreció una copa al anciano. El anciano se acercó a una ventana desde la cuál se veía una enorme luna que empezaba a decrecer. Vio a la niña mecerse en el columpio y deseó estar bajo la inmensidad del cielo con ella. Estaba agotado de las formas y palabras de sus anfitriones. “Él único modo de salir fuera sería despidiéndome”, pensó. Pero la mujer insistió en que se quedara a pasar la noche; mandaría inmediatamente a que le preparasen una habitación. No pudo negarse. Se disculpó, manifestando un ligero mareo, para salir hasta el jardín. La niña seguía en el columpio. Él se sentó en el banco de madera que había bajo el porche. Juliette lo llamó para que se acercara. “¿Quieres mecerme un rato?”, le dijo. El anciano empezó a balancearla y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió plenamente en sí mismo. Vio toda su vida pasar con el vaivén del columpio. Tuvo lucidez suficiente para comprender que el gran amor y aliado de toda su vida, su mente, estaba abandonándole. Apareció la madre diciendo a Juliette que era hora de ir a dormir. La niña se despidió de los mayores con una dulzura y naturalidad exquisitas. Subió corriendo hasta su habitación. Antes de desvestirse, abrió el primer cajón de la cómoda y sacó una caja azul. La abrió. Contenía decenas de imperdibles. Escogió uno. Escuchó unos pasos en el pasillo, entreabrió la puerta de su habitación y comprobó que, efectivamente, era el doctor. Salió sigilosa y de puntillas y le dio un imperdible esmaltado en blanco, con una cruz minúscula que ella misma había pintado. “Para que no vuelvas a perderte”, le dijo en susurros, con sus ojos azules clavados en los azules de él. Le sonrió, y volvió a su habitación. El anciano permaneció aún un rato en el pasillo, observando el hermoso objeto. Luego fue hasta su habitación. Las luces de la casa empezaron a apagarse hasta sumirse en un silencio y oscuridad apacibles.
Elia, dejó de oír. Volvió a su actual espacio, su vestidor ofrecido por los fragmentos de cristales rotos. También a ella le vino el sueño. Se dirigió a su cama sonriendo, pensando que al fin había comprendido el sentido del nombre imperdible con el objeto asociado a dicho nombre.

Segundos infinitos



El olor se me tornaba insoportable a medida que el metro se iba llenando. Pensé en bajar, ni tan siquiera el olor del perfume en mi muñeca me calmaba. Arremangué un poco más el fino guante blanco que la cubría. Finalmente bajé, cinco paradas antes de mi estación. Me senté cercana a un chico que había en un banco. Me preguntó si estaba bien, pues seguía con mi huesuda muñeca presionada en la nariz. No le contesté. Tenía las facciones muy marcadas. Llevaba un pantalón ancho negro y una camiseta de un azul profundo. Él seguía mirando mi blanco rostro, con cara de asombro.
¿Te encuentras bien? insistió con sus ojos negros más abiertos.
Sí contesté dubitativa. Es ese maldito olor.
¿Qué olor?
El olor de la multitud. El olor de la humanidad.
Silencio. Quedaba un minuto para que llegase el próximo metro. Pasó lleno y, tras un suspiro, decidí esperar al siguiente. Me quité el abrigo. El chico a mi lado tampoco se movió. Tenía un block con aspecto de usado y un bolígrafo en su mano. Me pregunté para mis adentros varias veces que haría ahí, pero no tuve osadía suficiente para preguntarle. Finalmente él dijo, como si leyera mi pensamiento:
Me gusta el subterráneo para escribir. El silencio tras el estruendo, los mundos que salen, los que entran, la sensación de prisa y lentitud…
Pensé en preguntarle sobre qué escribía, pero no lo hice. Ambos permanecimos en silencio un rato; pasaron varios metros y multitud de personas. Él se reía al verme con la muñeca en mi nariz. Su risa me calmaba. Dije en voz alta que tenía que salir de ahí, que me faltaba el aire. Se ofreció acompañarme tras colgarse su mochila a la espalda. Me sacaba una cabeza, aunque eso no era muy difícil. Arnán. Mirada. Hèlen. Mi paso era acelerado y él me seguía bien, algo que sí era difícil, (la gente suele decirme que camino demasiado deprisa). Tras unas cuantas escaleras, llegamos a la superficie. Caminamos unos metros.
¿Quieres tomar algo aquí?
Observé el lugar. Desde fuera me gustaba. Era tranquilo. Había poca gente y luz tenue. Accedí con el gesto. Pasé detrás de él y al entrar le cogí por su delgado brazo para salir.
El olor le dije ante su cara interrogativa. Esa conjunción de rancio con tabaco e incienso barato y cargante.
Seguimos caminando por estrechas calles. Él había dicho: Tú eliges. Me detuve ante cinco bares, pero ninguno acabó de satisfacerme. Uno era demasiado sofisticado. El otro tenía una luz demasiado estridente… Al final se cansó y entramos en el primer bar que encontramos en nuestro camino. No era muy acogedor pero el olor era agradable. Nag champa. Pedimos un par de cervezas. Nos preguntamos todo ese tipo de cosas que se preguntan cuándo acabas de encontrarte con alguien:
Treinta años. Arquitecta. Vivo sola. Mi novio es francés, ahora está de vuelta en París.
Treinta y cuatro. Escribo y toco el bajo. En Barcelona desde hace dos meses.
¿Quieres otra cerveza?
Creo que no. No debería. Mi madre dice que en la moderación está el equilibrio. Es psiquiatra. De hecho, creo que debería irme…
Entonces se levantó y fue a buscarse una cerveza más para él. Yo seguía ahí. Sin saber por qué. Vi a través de su block un papel que sobresalía. Era un billete de viaje. Cuándo llegó y vio lo que observaba sacó el billete y me contó su viaje a Budapest, luego vino Praga, Polonia… Le detuve y pedí al camarero una cerveza. Él no paraba de hablar; las casas y las bicicletas holandesas, el desierto del Sinaí, Berlín. Me contó que cruzar Francia para llegar hasta Londres haciendo autostop le maravilló, que había un sinfín de pueblos encantadores, con pequeñas casas, ríos y puentes de piedra.
¿Por qué lo hueles todo? me dijo de repente.
Me sonrojé. Es… una vieja manía…Esto es todo lo que se me ocurrió. Y es que antes de tomar cualquier cosa (la botella de cerveza, el pañuelo para limpiar la boquilla, su billete de vuelo…) lo olí. No debía sorprenderme, pues, su observación.
Pagamos y salimos. Encontramos una pequeña plaza que no tenía árboles. Nos sentamos en uno de los bancos. Unos perros jugaban. Se lió un cigarrillo de marihuana. Yo nunca había fumado, pero me gustó el olor, así que, cuándo me lo pasó, después de pensarlo varias veces, lo tomé y fumé. Tosí durante un rato y luego, una risa me embriagó. Me sentía flotar, pero lo más importante, es que descansé de mi mente o algo así. Luego se puso filosófico. Me habló de su visión del mundo. Algo así como vivir en el jardín de las delicias, de Bosco. “Podemos cambiar el mundo desde la individualidad”, había leído aleatoriamente en una de sus páginas. Luego, de repente, me habló de su madre, una acróbata que murió en el escenario cuándo él era niño. No mencionó a su padre. Ni yo al mío. Nos miramos profundamente a los ojos durante unos segundos infinitos. Le dije que debía irme y, después de repetirlo tres veces, y pensarlo algunas más, me levanté, y empecé a caminar.
¿Me arrepentiré? pensaba mientras me giraba para volver.
Él sonreía.

Danza versus papá

1. EL ENAMORAMIENTO
2. LA FELICIDAD
3. LA CRISIS
4. LA TRAICIÓN
5. EL ABANDONO


La pequeña L. tenía una cita cada día al salir de clase. Corría hacia su casa, (su madre no habría llegado todavía, y Mac, su perro, jugaría por el jardín), subía al vestidor, se quitaba la ropa y se ponía las mallas, el maillot y sus zapatillas blancas de media punta. Luego se iba a la sala que su madre, con tanto cariño, había acondicionado para sus prácticas diarias: una sala grande, con suelo de parquet y un gran espejo que ocuparía toda una pared con una barra circular de madera que le seguiría en su recorrido. Allí, la niña, sentiría lo que son las mariposas volar en su interior.
Como no le gustaba demasiado el trato con las personas, Estela, su profesora, iba dos días por semana a su casa para impartirle clases particulares.
Esta niña ha nacido realmente para la danza, la simbiosis es perfecta pensaba Estela mientras observaba el movimiento puro que emanaba del cuerpo convertido en fuego de la pequeña.
Una tarde, al finalizar la clase, Estela habló con Lintia.
Lintia, ¿sigues sin querer participar en torneos? Verás, tu nivel es realmente muy bueno, podrías tener grandes resultados.
No tengo ninguna necesidad de competir, le respondió la pequeña L. mientras se pasaba la toalla por su nuca empapada, ya hemos hablado de ello.
Pues no lo tomes como una competición, insistió, sólo muéstrale al mundo la belleza.
Lintia se quedó mirándola sin decir nada durante unos segundos, luego le dijo que lo pensaría y bajó a despedirla.
Mientras tomaba una ducha, decidió que accedería.
Dos días después, al finalizar la clase, se lo comunicó. Acordaron que la inscribiría en las competiciones nacionales, empezaban dentro de dos meses.
Durante ese tiempo, Lintia siguió con su encuentro con la danza, cada día. Esa era su droga, su vitamina, su razón para vivir. Cuando estaba en esa sala, sentía su corazón, un órgano que no percibía más que bailando. Transcurrieron los dos meses. La pequeña L., acompañada por su madre y su entrenadora, llegaron al estadio: un edificio enorme, atestado de coches y autobuses. Lintia lo observaba todo. Había mucha gente. Se fijó en otras bailarinas; conversaban apiladas por colores, según fuera su equipo. Al entrar, escuchó la voz de los comentaristas y le dio por reír, tomó agua, se despidió de su madre, que lo vería todo desde las gradas, y siguió a Estela hasta el lugar asignado para ellas.
Varias niñas ejecutaron sus ejercicios. Lintia era la última, como lo sería todas las veces que participaría en posteriores competiciones, y al fin, llegó su turno.
Cuando puso sus pies descalzos en la pista, un escalofrío recorrió todo su cuerpo, una mezcla de ardiente emoción y extraña calma invadieron su interior. Sonrió, respiró, y cuando hizo la seña para indicar que estaba lista, sonó la primera nota del tema que había preparado, una composición de Wim Mertens, y, con ella, sus delicados y precisos movimientos envueltos de una pasión desenfrenada surgieron hasta el clímax final. Lintia realizó su ejercicio con una sensación de bienestar que jamás antes había experimentado, llegando a sentir una comunión con el universo como nunca antes experimentó.
Ganó el torneo, y ese solo sería el primer oro de muchos que le seguirían.
De repente, una niña tímida y solitaria, saltó a la fama, y con ella, el hecho de que se hizo “alguien” para personas que ella ni tan siquiera conocía. Su introversión se vio alterada: los periodistas, las llamadas telefónicas de los agentes, los equipos que querían tenerla, las personas que la reconocían, la observaban e incluso la paraban para pedirle autógrafos cuando caminaba por el parque con su perro... Todo esto afectaba a Lintia de manera negativa. Lars, un buen amigo de Estela, se convirtió en su agente, y muchas de las llamadas que recibía en su casa se las derivaron a él, lo cual fue un alivio, pero aún y así, el mundo seguía hablándole demasiado. Todo esto, junto al hecho de que se acercaban las Olimpiadas, provocó ansiedad y algo parecido a fobias en la niña. La presión se tornaba insoportable para alguien tan pequeño. Empezó a bajar bruscamente de peso. Sus horas de ensayo se multiplicaron, pero la paz que sentía al bailar, desapareció; en lugar de ello, apareció el peso de la responsabilidad. Empezó a ver un psiquiatra una vez por semana, éste le recetó unos ansiolíticos y, en algún período, tomó pastillas para dormir.
A solo una semana del torneo, su aspecto físico dejaba mucho que desear. Ensayaba y ensayaba pero su cuerpo, con frecuencia, no le respondía. Su madre la escuchaba a menudo llorar y gritar en la sala, pero tenía prohibida la entrada, así que solo podía quedarse acompañándola al otro lado de la puerta. Estaba también desesperada. Le dijo esa noche, durante la cena, que dejara el torneo. Lintia solo la miró, furiosa, dejó su plato casi sin tocar en la mesa y subió a encerrarse en su cuarto donde lloró hasta el amanecer.
Continuó practicando siempre que podía. En las últimas semanas dejó de asistir al colegio, los profesores no pusieron objeción.
Llegó el día. Diferentes niñas, representando a su país, hicieron sus ejercicios. Ella lo observaba todo, sola, desde un rincón; Estela estaba cercana, y su madre, junto a Lars, en las gradas. No quería hablar con nadie, que nada la distrajera. Estudiaba cada movimiento mientras tomaba agua continuamente. No pudo comer nada en todo el día a pesar de la insistencia de su profesora. Llegó el momento de Rusia, su única rival. Apenas parpadeaba. Hizo un ejercicio bastante bueno, debía reconocerlo, pero no perfecto. Llegó su turno. Al ponerse de pie, notó que sus piernas temblaron por sí solas, no tenía control. La observaban. Podía escuchar los rumores acerca de su estado: “Está demasiado delgada”. “Parece que vaya a caerse de un momento a otro…”. Sin embargo, logró sobreponerse, pisar firme y entrar en la pista donde recobraría la seguridad en sí misma. Se hizo una gran ovación. Respiró profundamente y volvió a sentir esa sensación que tanto anhelaba, la que sintió la primera vez que bailó en los nacionales. Sonó el primer compás y empezó a deslizarse como si cuerpo y materia fueran una sola cosa, la misma. Cada movimiento surgía como consecuencia del otro en un vaivén de una perfección absoluta. Crecía por dentro para derramarse por fuera. Terminó su magnífico ejercicio, respiró, miró en torno y sonrió, complacida; los aplausos no cesaban, la gente estaba de pie... Ella no podía salir de la pista, no por los aplausos, sino porque su cuerpo, no le respondía; empezó a verlo todo borroso, hasta el casi negro, y allí, cayó redonda al suelo. Cuando despertó estaba en un hospital. Su madre, Estela y Lars estaban a su lado.
¿Qué ha pasado?
Te has desmayado le dijo su madre mientras le acariciaba su largo pelo ceniza.
¿Pero... he ganado?
No.
¿Qué? gritó. Mi ejercicio ha sido el mejor, todo el mundo lo ha visto.
Sí, cariño, pero el jurado...
¿El jurado? Eso no es justo. ¿Se lo han dado a Rusia?
Sí.
No, no puede ser. Falló en el mortal. ¿Cómo han podido dárselo? Mi ejercicio estuvo perfecto, ¿no? Dime Estela dijo dirigiéndose a su profesora ¿No es así? ¿Cometí algún fallo?
No
¿Entonces, por qué el jurado se lo ha dado a Rusia? ¡Es injusto!
Bueno, verás, tu desmayo... Creo que lo han hecho por tu bien. Tu estado físico, han hablado de ello y... las pruebas de dopaje, han dado positivo.
¿Positivo? ¿Los tranquilizantes que me receta el psiquiatra?
¿Por mi bien? ¿Qué clase de bien? ¿De qué estamos hablando? Mi ejercicio fue el mejor. Lo vi, lo vi todo. Todos lo vieron. ¿Qué tienen que decir de mi estado? ¿Eso es lo que se valora en unas olimpiadas? ¡No!, no es justo...
Y volvió a perder el conocimiento. Cuando volvió en sí, los tres seguían ahí, aunque con ropa distinta; esta vez, el doctor también estaba.
¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? preguntó.
Dos días, contestó el doctor.
¿Cuándo podré irme a casa? Quiero irme a casa.
Lintia, podrás irte a casa pronto, estamos terminando con las pruebas.
¿Qué pruebas?
Aún no puedo decirte nada con exactitud, prefiero esperar a los resultados.
¡Va! Sólo he tenido un par de desmayos dijo Lintia restando importancia, únicamente tengo que comer algo, y me repondré, de hecho, tengo mucha hambre, creo que podría comerme un toro.
Esa es una buena señal dijo el doctor mientras le sonreía, voy a pedir que te traigan una suculenta comida.
El doctor salió de la habitación. La pequeña L. observó a sus tres fieles acompañantes, estaban tristes, sombríos.
Mamá, ¿has estado llorando?
Nadie decía nada.
¿Pero... qué pasa? ¿Por qué estáis tan callados? ¿Por qué tenéis esa cara? ¿No habéis dormido, o qué?
Nadie parecía poder responder. Nadie tenía valor. Sus ojos iban de unos a otros, del suelo a Lintia.
Mamá dijo Lintia, ¿qué ocurre?
Su madre rompió a llorar mientras se acercaba a cogerle su delicada mano.
Mamá, dime qué ocurre.
Pero la madre no podía pronunciar palabra, un enorme nudo en la garganta se lo impedía.
¿Estela? dijo dirigiéndose a su profesora.
Aún no se sabe nada del cierto Lintia.
¿Sobre qué? ¿Alguien puede decirme qué está pasando? dijo alterada.
Quizá no puedas volver a bailar dijo por fin Lars.
¿Qué? ¿Qué estás diciendo? ¿Es que os habéis vuelto locos?
Hay una especie de mancha en tu cabeza. Aún no saben del todo de qué se trata, prosiguió su agente, esperan los resultados de la biopsia.
El silencio ocupó la trágica habitación. Las lágrimas de Lintia empezaron a rodar. Lars salió de la sala. Estela se acercó a la ventana. La madre, que ya había pasado por esto con su marido, abrazó el cuerpo de Lintia. Lintia estaba rígida, con sus ojos negros clavados en el techo blanco.

Los resultados fueron positivos. Lintia no podría volver a bailar. En ese mismo instante, una parte de ella murió. Luego, fue muriendo día a día hasta pasar poco más de un año.

lunes, 20 de julio de 2009

Soledad



Aquélla que se hace llamar amiga mía se acerca sonriente con mi pastel de cumpleaños, con un verdadero infierno de velas encendidas encima, en su papel de perfecta anfitriona de la fiesta sorpresa que han preparado todos éstos extraños para mí.

Intento dibujar una sonrisa, mantenerla, dominar la situación. Al fín y al cabo ha sido un detalle que se hayan tomado todas éstas molestias, ¿no?. No debo hacer caso a la idea que me ronda desde que ha empezado todo éste teatro: en realidad la fiesta no es exclusiva para mí, sino que se celebra otro cumpleaños más. Jamás dedicaron un evento a mi persona en particular, pero éste año lo tenían muy bien organizado... “así matamos dos pájaros de un tiro jaja”, aún oigo las palabras en mis oídos.

Soplo las 40 velas un poco ruborizada y una veintena de personas rompe a aplaudir. Me siento un poco incómoda, observada. ¿Será porque todas las miradas están cargadas de educación o aburrimiento en vez de sinceridad?.

Las recorro una a una cuando brindamos con cava: los divido por grupos imaginarios y en primer lugar me fijo en mis amigos, en aquéllos que hace muchos años me hacían sentir cómoda, acompañada en el viaje de la vida, que tenían una palabra de apoyo y que conocían mis reacciones igual que yo misma. A día de hoy no conocen a la mujer en que me he convertido, no me aceptan tal y como soy y cada vez están más lejanos, pero bueno, es una sensación recíproca, pienso fríamente mientras trago un sorbo de cava.

Luego están los agregados, los conocidos, los amigos indirectos se podrían denominar.... los maridos, mujeres, o nuevas adquisiciones de los últimos tiempos para los cuales eres únicamente una pieza más del mobiliario, alguien de quién poder criticar sus aventuras vitales en las reuniones sociales. Realmente... ¿qué hacen todas éstas personas celebrando algo mío?

He terminado un par de copas respondiendo vanas preguntas, tan superficiales que ya ni las recuerdo, así que relleno un vaso con whisky y paseo por la terraza. Me apoyo en la baranda y miro las luces de la ciudad, hace una noche perfecta. Corre una ligera brisa que me alborota el pelo y mece mi vestido. Me doy media vuelta y mi mirada se posa en mi pareja.

Mi pareja.... ésa solución a medias para evitar la soledad y que me ha traído una soledad más dolorosa, la que sientes en compañía, ya conocida otras veces por mí. ¿qué es lo que me hace estar al lado de ésa persona?.... en su día no fué una pasión desbordante, no me conoce en profundidad, no es el compañero que yo necesito y pienso si no seremos la mentira recíproca que nos hemos buscado.

Vuelvo a mirar a la ciudad. Hoy cumplo 40 años y no tengo a nadie a quién realmente le importe para celebrarlo. Llevo un rato aquí apartada y ni se han percatado de mi ausencia. Es lógico, mi presencia es totalmente prescindible.

Un ruido me saca de mis pensamientos, ha llegado un coche y ha aparcado justo ahí abajo, en la puerta del edificio. Es un coche rojo, desde aquí no puedo ver qué tipo de vehículo es pero hay algo que me atrae en él.
Un coche rojo... siempre quise tener uno de ése color. Empiezo a imaginar lo que sería cogerlo ahora y marcharme conduciendo sin rumbo fijo, sin prisas, sin itinerarios, sólos él y yo alejándonos en la noche.
El color me llama como un punto en mi retina, no puedo apartar mi mirada de él, ni siquiera cuando trepo al balcón y me quedo allí de pie, tan sólo un instante. Primero tengo algo de vértigo, luego miedo a caerme, pero.... ¿miedo a qué? ¿a aquéllo rojo de ahí abajo que es lo más real que he vivido en toda la noche?.

El viaje ha sido realmente rápido... no me ha dado tiempo a oír los gritos procedentes de la terraza, ni alguna carrera para impedir la mía, sólo he notado brevemente cómo el aire ha rozado mis mejillas antes de que el coche haya parado mi caída y yo haya llegado a mi destino.

martes, 14 de julio de 2009

Marla y su niña interior

La vi deambulando por la oscuridad de la ciudad sola, con las lágrimas cosidas a la piel. A sus 22 años conectaba únicamente con una cosa, la filosofía. Marla vivía sola en una pequeña buhardilla que alquiló en París cuando decidió separarse de los suyos y recorrer su propio camino. Así pues, su mamá estaba algo lejos, aunque no tanto como ella hubiera deseado, y su papá las abandonó cuando ella contaba con 4 años.
La escuché hablar con ella misma en voz alta; decía que la tristeza estaba instaurada en su alma; el frío, clavado en todo su cuerpo. Confesaba... como hablando al viento:
Siento otra vez ese regosto metálico en mi boca; es similar a la sensación de tener sed, pero no se calma con agua. Ese sabor de vacío me recorre hasta el estómago y me retuerce con fuerza en mi centro. ¿Qué me está pasando?
El estado del abandono contestó alguna otra voz dentro de su cabeza.
Esto es demasiado gris, me estoy ahogando continuó con un tono más aniñado su misma voz, que seguía conversando al mundo en voz alta, vayámonos de aquí a un mundo donde podamos estar libres.
¿Crees que no podemos estar libres y desarrollarnos aquí? prosiguió el tono adulto.
No sé... ¿Por qué cada vez jugamos menos? ¿Por qué las personas parecen tristes?
Hubo un silencio por un momento. Yo la seguía de cerca, y al pararse, creí que me había descubierto, pero no. Al cabo de unos segundos, prosiguió.
Tampoco entiendo este mundo, ¿sabes? se contestó más grave. Me faltan respuestas para tantas preguntas...
¿Y...por qué lo piensas todo tanto? ¿Dónde se fue la magia? ¿Y los sueños, por qué los quieres enterrar?
No los quiero enterrar, inquirió molesta la voz más matriarcal, lo que sucede, es que ya casi no sueño. Todo se marchita, se apaga como el color de una acuarela expuesta durante meses al sol.
Ya tampoco ríes a carcajadas replicó la voz de niña, ni disfrutamos del momento como antes. Vives buscando razones para todo, incluso para sentirte bien. Eres un aburrimiento...
¿Tú crees? preguntó humildemente la voz adulta.
¿De verdad te importa lo que creo? dijo la parte niña. Pues lo que creo es que me tienes abandonada en un rincón, me siento sola y desarraigada; me pregunto si todavía me sientes, si aún me recuerdas, si aún crees que formo parte de ti o piensas desterrarme al olvido, si memoras nuestra vitalidad, nuestros juegos, el mundo fantasía...
Marla se quedó en silencio de nuevo. El diálogo cesó, como cesó de nuevo su caminar. Volvió a tomar conciencia del escenario por el que pasaba; reconoció la calle, los árboles cercanos a su casa y decidió ir hasta ella. Subió los cinco pisos de las desgastadas escaleras; al abrir la puerta, escuchó sonar el teléfono, pero no atendió. Su cuerpo seguía frío y tembloroso.
Debemos hacer un pacto dijo la voz algo más calmada ya a su niña.
¿Qué clase de pacto?
Una alianza para estar bien las dos.
Pero a mi no me gusta así este mundo, ni tu forma de vivirlo. Yo deseo vivir de otra manera y parece que no quieres. Yo creo que todo es un juego, una aventura; tú, te lo tomas todo demasiado en serio. Ya nunca tienes tiempo, siempre estás ocupada en esas cosas que crees “de mayores”. Me siento abandonada, como desconectada de ti.
Marla fue a echarse sobre su dura cama, con sus zapatitos negros todavía puestos.
Seguía llorando, ahora más descontrolada que hacía unos minutos. Cogió su diario y empezó a escribir: “No sé qué hacer, ni a quién acudir; estoy triste, necesito ayuda...” Entonces, una voz nueva, surgió de su interior para decir algo que Marla simplemente transcribiría:
Nadie dice todo esto para que lloremos más, aunque debemos llorar todo lo que necesitemos. Vivir con conciencia da miedo, lo sé; también sé que morir no tanto. La vida es dura, y a veces, pesa la ciclotimia y las continuas contradicciones del todo: El día y la noche, el sol y la tormenta, el viento, la nieve, el invierno, el verano, el negro, el rosa...
Puedes irte cuando lo desees, lo sabes, pero mejor sería que te despidas de este mundo un día en el que estés plena y feliz con tu recorrido. Hoy no me parece un día indicado para arrojarte.
Te invito a recordar la luna llena. El tacto del silencio. El cielo índigo rebosante de estrellas. El sabor del aire. El olor de la vainilla. F. Nietzsche. La eternidad del instante. El café por la mañana en la soledad y el sigilo de tu hogar. La inmensidad del mundo, los viajes, las culturas. Tu imaginación. El baño en el mar muerto, desnuda, envuelta en arcilla. El crepúsculo. Las sombras en el bosque. Los rayos de sol en tu cara. La sonrisa que eso te produce. El estornudo. Los espejismos. El agua caliente. La química del vaho. La cascada. Las hadas, los elfos. La abeja alimentándose de la flor. El color de la libélula. El violín. Pachelbel. El conocimiento. La curiosidad y la libertad para crear tu vida en cada momento. El poder auténtico. El ser que eres. La madurez y la integridad a la que te asomas. La belleza de tu alma. La cama caliente. El dormir. El despertar...

De Marc para Carlota (Dónde quiera que estés)

Mi querida Carlota, sigues aquí... todavía. Sentí miedo.
Intenté comunicarme contigo. ¿Te lo han dicho, verdad? Estás hermosa, tan bonita como siempre. Tenía muchas ganas de hablar contigo, te he anhelado tanto estos últimos días...
Toqué Londres el día previsto, aunque ese viaje estaba condenado al fracaso desde el comienzo, desde que mi secretaria compró un billete con 2 escalas y llegada a la ciudad inglesa el mismo día de la reunión, tan sólo 2 horas antes.
Aterricé con retraso y, para colmo, mi equipaje se había extraviado. Los grandes jefes no esperan más de 10 min., y yo aparecí 2 horas tarde, sin mi equipaje, por supuesto. Cuando comparecí, estresado, a la sala de conferencias, la recepcionista me dijo que la presentación se realizaría al día siguiente, como imaginé. Me fui dando un paseo bajo el gris y frío londinense hasta el hotel en el que me hospedé; era un pequeño y acogedor edificio elegante, estilo victoriano. A ti te hubiera encantado. Te imaginaba conmigo en esa cama de hierro forjada, bailando sobre el colchón con tu pequeño camisón de puntilla blanca y riéndote a carcajadas. Intenté hablar contigo, pero no pude. ¿Me crees, verdad?
Telefonee también a la oficina para informar a mi secretaria de su desastroso trabajo y para que avisara a Javier de lo sucedido. Luego bajé a cenar algo; mientras pensaba lo que tú pedirías llegó el camarero y pedí lo que creía que hubieras pedido tú, y escogí tu vino favorito. De nuevo volví a marcarte al llegar a la habitación, pero aún nada, y no me decían cómo encontrarte.
Al día siguiente llegó mi equipaje. Me preparé y me fui a la presentación, que resultó un desastre. No lograba concentrarme, y, de esos treinta ojos que me observaban, algunos tranquilos, otros desconfiados y altivos, había un señor que me miraba de un modo extraño, provocaba en mí una innombrable sensación. Durante la exposición me topaba con su mirada continuamente, como si estuviera justificándome ante él; un él de unos 40 años, impávido, arrogante, con un bigote rígido, tanto, como su postura.
¡Cómo hubiera necesitado que estuvieras en esa puerta al salir!
De la reunión me fui sin respuesta, me dijeron que en dos días nos darían contestación. ¡Dos días! ¿Sabes lo que significaba eso? Yo ya debía estar en Australia para entonces. Todo volvía a complicarse. Marqué a la oficina para hablar con Javier. Me dijo que eran gajes del oficio, pero en realidad, lo que era, era una gran putada. Necesitábamos firmar ese contrato; la agencia no pasaba por su mejor momento y habíamos estado trabajando mucho en ese spot. Sin embargo, tenía razón, desesperándome no lograría nada.
Volé a Australia. La pieza, supuestamente, llegaría casi al tiempo que yo. Aterricé a la hora prevista, tomé un taxi hasta el hotel y telefonee para cerciorarme de la hora de llegada de la obra. Sentí miedo Carlota. ¿Y si se hubiera extraviado, o se hubiera roto alguno de los cristales? ¿Qué sería de mí? Tú, más que nadie, sabe cuánto he trabajado en este proyecto, mi proyecto, mi gran obra. Me ha costado tanto llegar hasta aquí. Contestaron al auricular y me dijeron que el paquete estaba por llegar a su destino en unos minutos. Y así fue.
Cuando la tuve entre mis manos, después de desenvolverla con sumo cuidado y comprobar que estaba perfecta, volví a telefonearte, pero tampoco logré comunicarme contigo. Me di un baño de agua caliente y salí de la habitación, y del hotel. Decidí pasear. Hacía frío. Te imaginaba gélida proponiendo ir a algún bar a tomar vino caliente. Te veía con tu naricita roja y tus frágiles manos congeladas. Seguí paseando y en un escaparate, vi este collar.
Ven, déjame que te lo ponga. ¡Sabía que era para ti! ¿Te gusta?
Después de adquirirlo fui a tomar algo a un bar que tú hubieras escogido; tenía un sofisticado estilo barroco, sin llegar a ser ostentoso. Tomé dos vinos mientras te escribía una carta. No la has recibido todavía, supongo. Luego me marché para reunirme con el secretario de la exposición. Otra vez anhelé que estuvieras conmigo; aunque sabía que eso no era posible, lo desee con todas mis fuerzas mientras escuchaba de fondo al atento caballero, que me contaba los últimos detalles para la muestra.
De ahí, regresé a mi habitación, puse música clásica, me lié un cigarrillo sentado sobre un cómodo sofá esmeralda de los años 70, acerqué una mesita con ruedas sobre la cual coloqué el mac y releí de nuevo información sobre los sólidos platónicos.
¡Cómo te necesitaba en esos momentos! Me serví un coñac y sonó el teléfono, corrí a atenderlo, pensé que serías tú, pero no...
Con el señor Marcus.
Yo mismo. Mi corazón se alteró repentinamente, no supe el por qué.
Buenas tardes señor, le llamo de la agencia de chóferes. ¿A qué hora debemos recogerle mañana por la mañana?
Ah! Era eso.
¿Cómo dice?
No, nada, no tiene importancia... A ver, déjeme pensar. A las 08.30h.
De acuerdo, señor. Tendrá un chofer en la puerta de su hotel a la hora acordada. ¡Qué tenga un buen día!
¡Gracias! Igualmente.
Tomé otro sorbo de mi coñac. Pensé en volver a llamarte, pero no lo hice; volví a sentarme frente al mac y repasé toda mi presentación: Los sólidos, los cristales, el juego de la luz en su interior, las formas... Me serví otro coñac, miré el reloj. Sólo eran las 20.30h. Pensé en conectarme a Internet y revisar si había alguna respuesta de Londres o Javier, pero decidí posponerlo hasta mañana, no quería que nada me alterase. Me eché en la cama con el traje todavía puesto. ¿Por qué no contestabas mis llamadas? No podía entenderlo. Empecé a pensar que quizá te habría ocurrido algo; pero no, no podía ser, a ti no podía sucederte nada malo. Me levanté para desnudarme, y lo hice como si lo hicieras tú, pensando en tus manos recorriendo mi cuerpo. Me excité... terminé en el baño y me metí en la cama pensando en tu sexo hasta que me quedé dormido.
Desperté emocionado antes de que me llamaran de recepción. Hoy era el gran día.
Carlota, cómo me hubiera gustado que me vieras, que me escucharas en mi momento de plenitud. Te hubieras sentido tan orgullosa de mí. La sala estaba repleta de gente, gente importante ¿sabes?, y en el centro, yo, con mi gran obra.

La voz de Marc quedó interrumpida. Se abrió, tras una vuelta de llave, una chirriante puerta cerca de su espalda blanca atada. Lo que en realidad había era una sala cuadrada con las paredes blancas y desoladas, una mesa redondeada y un par de sillas; una ocupada por Marc, con camisa de fuerza, y la otra, vacía.
Su monólogo cesó. Su irrealidad cobró otra forma.
Marc, vamos, se terminó la hora de visita.
No, todavía no, tengo que contarle a Carlota acerca de mi presentación. Y también quiero pedirle que se case conmigo... ¡Aún no le he entregado el anillo!
Marc, puedes seguir en otro momento, es hora de cenar.
¡Todavía no, he dicho! Esto es importante ¿entiendes? Déjame, es sólo un momento.
Marc, por favor, no te resistas volvió a repetir la curtida enfermera acercándose a él. Mañana, si quieres, puedes volver con Carlota; ahora vamos o entrarán los chicos, y tú no quieres eso ¿verdad? Ya sabes que si vienen no podrás verla en unos días. Venga Marc, será mejor así le dijo levantándole de la silla y guiándole hacia la puerta.
¡No!!!!!!!!!! gritó desesperado ¡Carlota! ¡Quiero estar con Carlota! ¡Bruja, déjame con ella!

Salieron ambos de la blanca sala cuadrada, dejándola otra vez cerrada... y deshabitada.




domingo, 12 de julio de 2009

Soledad

Carlos estuvo retrasando todo lo que pudo el regresar a casa. Había dejado esa mañana su ordenador a reparar en el servicio técnico. Cuándo ya no soportó más el frío, no tuvo más opción que ir hacia su destartalado edificio en una zona de calles amplias y desoladas de la ciudad. Entró en su apartamento de apenas veinte metros cuadrados. Escasa decoración. Las paredes mostraban rastros de humedad y moho. Ninguna ventana. La única mesa del lugar estaba vacía. Completamente vacía. Se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo. La noche se le antojó infinita.

Comando Tempus

Les gustaba flipar a la gente, eso es lo que hacían para vivir y la verdad es que no les iba muy mal.
Baltazar caminaba por la estación de metro poniéndose un casco plateado, a su lado Felipe avanzaba con una especie de radar en la mano, vestido con algo que parecía ser un traje de buceo de color blanco, unos guantes plateados igual que su casco y unas gafas espejadas, detrás Candelaria vestida igual y con un paraguas en una mano, también plateado y una especie de transmisor en la otra. Así entraron al metro y comenzaron a correr por los vagones observando hacia todos lados mientras Baltazar gritaba:-Busquen la raja en el tiempo, busquen la entrada.-
La gente les observaba perpleja, algo atónita, siempre había alguien que reaccionaba mal, en especial los ancianos. Un joven se acercó y le preguntó a Candelaria que quienes eran. Ella respondió:-venimos del futuro, somos el comando especial Tempus y buscamos una falla en el espacio tiempo para regresar.- Tras esto continuaron corriendo y buscando algo que casi todos los pasajeros terminaron buscando también, aunque claro que todos lo hacían de forma disimulada. Nadie tenía claro qué pasaba ni qué hacían esos tres así vestidos buscando una rotura en el tiempo dentro del metro. Antes de llegar a la siguiente estación Felipe se sacó el casco, hizo una gran reverencia a la gente y comenzó a pasar el sombrero mientras Candelaria agradecía que les den una donación para continuar en su búsqueda del túnel del tiempo, tras esto bajaron del vagón.
Les encantaba armar diferentes actos surreales con los que hacer que la gente salga de su realidad para creer que existía otra paralela a ésta al menos por un segundo, y ellos tres las vivían todas de forma protagónica.
Esa tarde tras varias presentaciones se fueron a casa, vivían en un camping, iban y volvían en motocicleta y allí al aire libre diseñaban sus nuevas ideas para el día siguiente. Siempre juntos los tres, nunca se habían separado, habían crecido juntos en un orfanato y nadie les había adoptado porque siempre que les separaban comenzaban a actuar como desquiciados hasta que los devolvían al hogar de niños, la culpa de su forma de ser la tenían sus dos maestros, que siempre habían estimulado sus personalidades bohemias comprendiendo que ellos ya tenían familia porque se tenían mutuamente. Al terminar su estancia allí viajaron durante un tiempo vendiendo artesanías hasta que descubrieron que vivir era mucho más fácil que lo que la gente de traje y corbata creía, se sentían enjaulados en la ciudad viviendo dentro de una oficina, alguna vez intentaron adaptarse, pero finalmente crearon su propia realidad feliz y cotidiana, y era la que vivían desde entonces.
Habían hecho casi todo lo que se les había cruzado por la mente, una vez entraron al metro corriendo en ropa interior y bata, enjabonados como recién salidos de la ducha mientras insistían en que si alguien podía prestarles el baño porque les habían cortado el agua por impago. Con lo que ganaron en esa actuación se pudieron comprar una carpa más grande donde vivir. En otra ocasión Candelaria actuó de novia fugitiva mientras los chicos corrían tras ella exigiendo que vuelva al altar con ellos y que elija a uno de los dos. Y así sucedieron muchísimas otras situaciones surrealistas que para quien viaja en metro a las 8 de la mañana para ir al trabajo pueden llegar a ser incluso creíbles. Ellos estaban convencidos de que la gente estaba dormida y necesitaba ser despertada al menos un momento por un sacudón, pero nunca hasta ahora lo habían conseguido más que por un mínimo espacio de unos segundos, y en cada mirada era posible descubrir que de alguna forma los pasajeros anhelaban esa libertad y ese desapego desvergonzado que los tres actores demostraban tener hacia la sociedad convencional.
Baltazar propuso esa noche hacer algo en plan matrix, y pelear en el metro con seres invisibles, aunque Felipe quiso agregarle a ésto espadas láser o algo así ya que era bastante fanático de Star Wars, pero Candelaria mostrándose ahorrativa insistió en que podrían reciclar algunos disfraces y que comprar espadas láser sería algo inaccesible para ellos. Así entraron al metro, vestidos de negro y haciendo piruetas y coreografías tan dignas de un mimo profesional que parecía que luchaban realmente contra seres invisibles. Al abrirse la puerta del vagón Candelaria entró gritando “¡No conquistarán nuestro mundo malditos monstruos capitalistas!” mientras luchaba entre patadas karatekas contra alguien que de alguna forma terminó por estrangularla, así cayó al suelo. Detrás Baltazar se daba a la fuga de un ser invisible que lo cogió por el hombro y lo tiró al suelo. Mientras ellos dos luchaban de forma histérica entró Felipe y pateó a quien atacaba a Candelaria salvándole el cuello pero en medio alguien lo cogió por detrás y comenzaron a pelear frente a un anciano que se mostró indignado y sorprendido a la vez. Tras ello una mujer intentó ayudar a Candelaria que volvía a ser estrangulada por el maldito monstruo capitalista. Felipe grió “¡Son muy fuertes, ésto es muy raro, vámonos, huyamos!!!!”. Pero ni Candelaria ni Baltazar que en ese momento estaba tirado en el suelo con alguien encima que le hacía una llave le respondieron. Pasaron así luchando de vagón en vagón tres estaciones y ninguno se detenía a pasar el gorro y pedir la colaboración. Una mujer que los seguía de cerca comenzó a comentar que el morenito se estaba poniendo pálido, la gente los observaba sorprendidos y nadie comprendía la situación. Candelaria cogió a un hombre por el brazo y le pidió ayuda, pero éste sacudió su hombro para liberarse de ella y se limpió luego la camisa, tras ésto en un gesto incómodo se acomodó la corbata. A él esas chorradas no le iban, él estaba listo para ir a su reunión de empresa y esos jóvenes raritos obstaculizaban su concentración.
Felipe chocó contra una pared lastimándose de verdad, pero la gente continuaba estupefacta y sin reacción, la mujer comenzó a alterarse más y más diciendo que quizá iban drogados y había que ayudarles. De repente una anciana chilló y saltó sangre de su cara, pero no tenía a nadie cerca, y una niña señalándola dijo que el señor invisible le había dado a la vieja, mientras su madre cabreada la corregía por llamar a la mujer mayor de esa manera. Con Felipe desmayado y Baltazar azul porque una llave lo ahogaba sólo quedaba Candelaria sobreviviendo al monstruo capitalista, y ella no se daba por vencida mientras luchaba sin cesar, se estiró en un intento de ayudar a Baltazar pero entonces dos hombres invisibles más la cogieron por los brazos y el tercero le destrozaba el estómago a golpes. La gente comenzó a reaccionar cuando una mujer gritó que uno de los chicos no tenía pulso. Entonces casi todos entraron en pánico mientras la sangre brotaba a borbotones de la boca de Candelaria que se mantenía en el aire como sostenida por dos matones. En la siguiente estación las puertas se abrieron y al mismo tiempo en que toda la gente bajaba corriendo en pánico, los guardias de seguridad del metro intentaban entrar vanamente porque las puertas se cerraron, dentro del vagón los cuerpos sin vida de Felipe, Baltazar y Candelaria yacían en el suelo retorcidos entre manchas de sangre. La empresa de transporte prefirió mantener en secreto el caso, que trascendió como una pelea callejera entre tres jóvenes en las noticias de las nueve. Tras una semana nadie más habló del asunto.

Tiempo

Estaba esa noche Dalí en su estudio de Cadaqués. Estaba solo y parecía meditar frente a su cuaderno. Garabateaba sin sentido aparente hasta que surgió la forma de un reloj blando que parecía resbalar.

Burbujas pinchadas


La primera vez que vi a Melancton me enamoré de él. Creo que fue por sus facciones reptilíneas, sus exóticos ojos verdes y su mirada de loco. Era de noche. Yo andaba sola por la ciudad, buscando no sé qué. Estaba sentada en un banco, escribiendo algo, cuándo pasó él con un abrigo largo de franela negro. Me pareció un tipo interesante, así que me levanté y decidí seguirle. Él también iba solo, como buscando algo con su mirada. Percibí que notó mi presencia ya en el banco y que también se percató de que le seguía, pero no hizo nada, al menos, al principio. Caminábamos por el gótico, entre multitudes cargadas con cervezas y otras sustancias. Cogió la calle Avinyó y luego giró para ir hacia la plaza del Tripi; ahí me encontré con Ángel, un viejo amigo, vagabundo. Él, al ver que me paraba, se detuvo también a escasos metros. Esto empezaba a convertirse en un juego y eso me gustaba. Me despedí de Ángel y cuándo volví a mirarle, había empezado ya a caminar. Entró en un bar, y yo, detrás de él. El local estaba decorado básicamente en verde y rojo, incluso la luz era de dichos colores. Se sentó en la barra. Observé de sus educadas formas cuándo se quitó la galera solo con pasar el umbral. Su pelo, de un castaño ceniza, estaba cortado con personalidad; me recordaba a Egon Schiele. Pidió una cerveza. Yo otra. Nos separaban unas siete personas. En un momento dado, se levantó del taburete para ir al baño. Cuando volví a mirar en mi reloj, y vi que habían pasado unos diez minutos desde que se fue, me pregunté qué estaría haciendo. Pasaron unos largos minutos más y seguía sin aparecer por el pasillo rojo. Empecé a preocuparme, así que salté del banquillo. La puerta blanca del baño de los chicos estaba cerrada. La golpee, pero nadie me contestaba. Golpee con más insistencia, preguntándole si estaba bien. De repente la puerta se abrió y me lo encontré echado en el suelo, demasiado pálido, incluso para alguien de piel tan clara.
Estoy mareado me dijo.
Miré el minúsculo espacio y vi una aguja sobre la tapa del inodoro.
Al ver mi cara de asombro, replicó: No es lo que parece… soy yonqui desde niño, pero por la diabetes.
Le ayudé a inyectarse con sus indicaciones mientras pensaba en la profundidad de su voz, y cuándo pudimos, salimos de aquel club. Me ofrecí a acompañarle a casa aunque ya se sentía mejor. Caminamos por callejuelas estrechas, con bolsas de basura por el suelo y olor a orín, hasta llegar a su puerta; un edificio antiguo que no tenía ascensor. No hicimos comentario alguno sobre los cuatro pisos que deberíamos subir. Él iba delante de mí, en silencio. Al llegar a su pequeño y descuidado apartamento descubrí que era pintor. Si en ese momento me hubieran dicho que todo terminaría como acabó, nunca lo hubiera creído. La sala que tenía destinada a ello estaba repleta con cubos de pinturas; pigmentos en rojo, índigo, prusia, blanco…; telas, sábanas arrugadas por el suelo… Un enorme foco de luz con una bombilla negra me llamó la atención. Vi todo esto por la luz que entraba en dicha sala a través del comedor. Mientras, él, que me ofreció algo para beber, descorchaba un vino tinto. Le pregunté por esa habitación y me invitó a entrar mientras me hablaba de su trabajo; usaba pigmentos que se veían sólo con luz negra.
¿Quieres verlo?
Yo estaba postrada ante un óleo de fondo rosado al que enfocaba la luz, apagada de momento.
Me gustaría le dije, aun sin acabar de entender su pregunta.
Lo que en un principio no era más que un fondo rosado, al encender el foco, y cambiar la luz a negra, se convirtió en una figura. Un esqueleto humano nació, creándose como de la nada; surgió inesperada y claramente del rosado, como si éste lo expulsara hacia fuera. Sentí una especie de admiración mezclada con terror. Terror que provocó el cuerpo humano sin piel, sin ojos, y pómulos extremadamente salientes.
La mayoría de los artistas incluso a veces anhelan más horas de luz natural, sin embargo, él, pintaba en la oscuridad, viendo a través de una bombilla negra.
No quería irme de ahí, quería conocerle más… Descubrí que había nacido en Viena, aunque siendo niño se trasladó a Francia y luego España; provenía de una familia adinerada que no llevaba demasiado bien su modo de vivir. Tenía 33 años y necesitaba que la gente recordara la fecha de su cumpleaños. Vivía entre Barcelona, París, y Australia. Bebía bastante. Le gustaba Bauhaus y no soportaba las sandalias ni ir a la playa.
Cuando amaneció estábamos ambos borrachos, hablando sin parar. Se oía el ir y venir del mar. Me preguntó si tenia sueño, le dije que no. Temí que él sí, pero no. Me propuso bajar, me dio unas gafas negras parecidas a las que él llevaba, y salimos. Caminamos sin rumbo fijo y ninguno de los dos preguntó al otro que qué quería hacer, sólo íbamos. Hablábamos y estábamos juntos de una forma muy natural; creo que era porque los dos compartíamos el sueño de vivir con la creación de la belleza y ambos podíamos ver bella incluso la muerte.
Cogimos el metro para adentrarnos en el parque del laberinto. Melancton era un gran observador, buscaba siempre nuevas formas de vida y muerte. Inspeccionó de manera minuciosa entre el musgo y los rosales. Yo me estiré un rato sobre el césped, al lado de un rosal de flores escarlata. Creo que debí quedarme dormida porque cuándo abrí los ojos tenía una rosa a mi lado, sellada con un beso en la mejilla. Me desperecé. Con un abrazo me levantó y salimos del parque. Deambulamos durante horas, observando y/o haciendo observar al otro: Las sombras góticas en el suelo, la cara picassiana de un señor, la curva de ese cuerpo, la forma de una mancha en el banco de piedra, el efecto de unos zapatos abandonados, colocados en medio de una calle...
Entré un una cafetería y pedí dos solos para llevar. Él estaba fuera, fumando en la sombra, mirando hacia el suelo. Lo miré y me pregunté en qué pensaría, parecía absorto.
¿Te gustaría venir a casa a pintar? me preguntó mientras le ofrecía el vaso.
Ninguno de los dos quería que aquello terminara y, aunque sabíamos (o sabía), que en algún momento deberíamos cortar el cordón umbilical para seguir con la realidad de la vida, lo alargamos todo lo que pudimos.
En la ruta hacia su casa, paramos en un restaurante italiano. Ensalada, pasta casera y vino tinto. Pocas palabras. Ambos concentrados en la comida. Café y limonccello. Salimos con una alegría rojiza bañada por el sol hacia su apartamento. Al llegar, yo necesitaba agua, y él, su dosis, que me permitió que se la inyectara nuevamente.
Fumamos un cigarrillo en silencio y luego me dio una bata para que me cambiara. Salí de la habitación al comedor y él ya estaba en la sala, con el foco negro encendido. Había puesto un óleo de unos sesenta por noventa centímetros sobre el caballete. De ese momento surgió, Elogio en negro, así lo titulamos. Un cuadro espontáneo en negro, blanco y carmín. Abstracto, claro. Lo pintamos básicamente con el cuerpo, todo empezó con los dedos de las manos. Fue toda una experiencia pintar enfocada con luz negra.
No hablamos de la obra más que para decidir el título al final.
Después nos pusimos a dormir, agotados y abrazados.
El sol entraba ya a través de sus ventanas. Dormimos más de diez horas seguidas. No quería irme. Él no quería que lo dejara. Pero tuve que hacerlo, como tantas otras veces.
Cuando estábamos juntos era como vivir en una burbuja hasta que yo la pinchaba de nuevo para volver a la realidad. Él no podía comprender por qué me iba, yo no sabía cómo hacerle entender que debía hacerlo. Todas mis justificaciones: el trabajo, el dinero, la casa… le parecían banalidades absurdas. Yo le decía que su manera de enfocar nuestra vida era pura fantasía. Esto era lo único que provocaba discusiones entre nosotros. No soportábamos el dolor punzante que provocaba la aguijada en nuestro espacio.
Luego se trasladó a París. No le acompañé. Nuestro contacto se redujo a escasas y cada vez menos palabras.

Todo esto fue hace ya algún tiempo, sin embargo, a menudo todavía me pregunto, que hubiera ocurrido si no me hubiera ido.

Te pienso.


Danae y la rata

La rata le comería la boca, vaticinó Didac. Aunque ya hacía unas horas que había amanecido, Danae seguía arriba, estirada en su cama, absorta, con la lámpara encendida y sus profundos ojos negros clavados en el techo, donde circulaban los delfines. Era una mañana soleada de finales de octubre, sábado, con lo cual, la niña, que contaba ya con siete años, y su hermano Didac, dos años mayor, estaban solos en la casa que la familia había alquilado recientemente a las afueras de la ciudad. Sofía, la madre de los niños, una mujer atractiva y con talento para las finanzas, trabajaba mucho para sacar sola a sus hijos adelante. El papá nunca existió, los concibió mediante inseminación artificial, algo muy corriente de esta era en las mujeres que son independientes.
Los pájaros se oían fuertes y cercanos en toda la casa, siendo el único sonido que podía escucharse en ese imperioso y desacostumbrado silencio. Vivían en una casa domótica, con máquinas que se encargaban de hacer casi todo el trabajo de manera estrictamente programada. Los robots pasaron a ser los ayudantes y juguetes de las familias que poseían cierto nivel adquisitivo, como era el caso de los Bernat. Rabot era la mascota de los niños; un robot que era una rata, de mediana estatura, color gris, unos ojos verdes redondos, algo maquiavélicos y una boca completamente dentada.
El teléfono empezó a moverse en el piso de arriba buscando a alguien que le atendiera, pero fue inútil, así que contestó por sí mismo.
-Buenos días, residencia de los Bertrán. ¿Con quién desea hablar?
-Teléfono, soy Sofía. ¿Puedes pasarme con los chicos?
-Hola Sofía. Fui a la habitación de Didac, pero no estaba allí; le llamé pero no contesta. Danae está en su habitación, echada en la cama, tampoco me atendió.
-Teléfono, vuelve a la habitación de Danae y dile que te atienda, que habla mamá.
-De acuerdo.
El teléfono color marfil volvió a dirigirse con sus ruedas por el largo pasillo hasta la habitación infantil, propia de una princesa de cuento.
-Danae, es tu mamá, desea hablar contigo.
Pero el cuerpo menudo y frágil de la niña seguía inmóvil, estático y enmudecido.
-Sofía, no me atiende. -Teléfono, ¿está dormida?
-No, tiene los ojos abiertos.
-Bien, dime qué ves -dijo Sofía, que empezaba a inquietarse.
-Danae está estirada en su cama boca arriba con las sábanas revueltas. La lámpara de luz está encendida todavía...
“Qué raro, por qué no se habrá apagado ya la lámpara”, se preguntó Sofía, intuyendo que algo no marchaba bien.
-Teléfono, ¿ves algo fuera de lugar en la habitación? ¿Algo anormal en Danae?
El teléfono recorrió la habitación con sus luces rojas parpadeando.
-Sofía, Didac está detrás del biombo echado en el suelo. Tiene los ojos cerrados, parece inconsciente. La mascota de los niños está a su lado.
-Bien, pásame con Rabot -dictó Sofía preocupada.
-No va a poder ser, señora. Tiene la cabeza fuera de su cuerpo, no creo que pueda hablar. En cuánto a Danae, tiene algo rojo en su boca que cae hasta su cuello.
Sofía colgó inmediatamente el teléfono. Salió a toda prisa de su oficina. Bajó las escaleras de tres en tres. Se metió en su potente coche y arrancó. La circulación estaba densa pero era una hábil conductora y llegó a su casa en menos de quince minutos.
Dejó el coche fuera con las llaves puestas y corrió hasta la puerta que no se abría con el sensor. Buscó las llaves en su bolso, abrió y subió sofocada a toda prisa las escaleras. Llegó hasta Danae, la tocó, le habló, y entonces, ambos chicos se levantaron disparando en carcajadas, saltos y gritos, abrazando a la madre.
-¿Pero, qué significa esto? -exclamó Sofía desconcertada.
-Era un plan, mamá -anunció Danae agitada y feliz.
-Para que vinieras a pasar este bonito sábado con nosotros -prosiguió Didac-, simulamos que la rata, le mordió la boca.

EL MUNDO EN UNA MARIPOSA


El mundo en una mariposa trata de un huevo que sólo tenía cabeza; aunque en realidad, más que cabeza, lo que tenía eran partes; para ser más exactos, tres: para el pensamiento, para el sentir y para la otra dimensión. Todas con su correspondiente simetría asimétrica. Derecho-izquierdo, dos; arriba-abajo, uno.
Empezó a rodar _pues alguien quería comprobar si ya estaba hecho_ y empezó a sentir una intensa y prolongada contrición; aguda como una punzada, tenaz como un tenedor.
_¡Más agua! _gritaba el huevo, pero nadie le escuchaba_ ¿Es qué todo el mundo se ha vuelto sordo?, ¿el juego no iba de no poder dejar de escuchar (aunque lo deseáramos)? ¡Ah! Claro, aquí, no + no, podría ser, igual a sí. ¡Tremenda estupidez! Faltan sentidos, faltan parte de los sentidos, o quizá… de la cabeza _pensaba.
Este lugar _prosiguió_, es parecido a estar postrado o topando con una lámina de aluminio, tan o más alta que tú, y tan delgada, que se agita como las velas de un velero; ¿es a causa de los pocos milímetros que la componen o será por el efecto que produce el agua? Esto debe ser eso que llaman límites _se decía, intentando comprender el formato cazo en el que estaba inmerso.
Al fin llegó el agua, con limón esta vez, y hielo. Aunque no era para el huevo, sino para alguien que escribía en una cocina cualquiera. Desde esa cocina, a través de un pequeño televisor, Eleica veía la otra cocina, desde donde se cocía el huevo.
Más agua, ahora sí, para nuestro protagonista. Al cabo de un rato, surgieron unas burbujas blancas locamente enchispadas que empezaron a conversar de manera tan aleatoria y disparatada como lo eran sus ágiles movimientos. Decían:
Los soldados han llegado a la ciudad. ¡Endemoniados, con los ojos fuera de órbita! El guerrero lo acompaña. La sangre les viste. El ansia por sobrevivir, aniquila. Amarillo 2259 con Coral A-6 de la Blythe en el cielo. Humo de bombas. Los misiles provenientes de Israel han empezado a bombardear el Líbano. Los países empiezan a juzgar. ¡Malditos hipócritas, charlatanes todos! Empiezan a invertir energía en el suceso. ¡Jodido entretenimiento! ¿Estará llegando ya? ¿La tercera? ¡Esto es una verdadera mierda! ¡Un asco! Puto mundo egoísta. Con, o sin ese estúpido Manifiesto*.
*Léase Manifiesto de Egoism.
_¡Dejen de darme vueltas, aún no estoy listo! _replicó el huevo malhumorado, gritando más que las burbujas_. ¿Dónde se habrá guardado el efecto del agua en ebullición? Este lugar es una locura absurda _divagaba_; el tal señor Karlos Arguiñano empeñado y orgulloso en mostrar a los espectadores el truco para saber cuándo un huevo está cocido. Y las futuras mariposas, mientras tanto, intentando cuajar, patinando por el Olimpo.
_Frederic Riechnamank _escribía Eleica en su diario cuando dejó de mirar el televisor_, anda loco por encontrar una musa que llegue de un escenario propio de Shakespeare. Quizá debería viajar hasta Verona y sentarse bajo el balcón de la casa de Julieta, aniquilar a Romeo y engatusarla con aroma de vainilla, sangre y almizcle. ¿Sería usted capaz, Sr. Riechnamank? Sepa que aturde con caramelo pegajoso y hace demasiado calor como para embadurnarse en esas sustancias tan viscosas, ¿me comprende usted?
El caso es que conocí a alguien muy distinto al Sr. Riechnamank; estaba muy acostumbrado a mirarse al espejo, tanto, que podía mantener tu mirada durante largos minutos penetrando hasta el centro, provocando un estado de nerviosismo incómodo-placentero en la parte derecha de la cabeza, manifestándose con temblores en el párpado inferior izquierdo. Le hablo de los huevos y de la nada. “¿Existirá?”, le pregunté. A lo que me respondió al día siguiente con una planta, un libro y unas líneas que decían: “Mientras la tristeza se apodera de nosotros, la vida deja de tomar sentido… y entonces, no importa estar en cualquier sitio, ni desear ir a ningún lugar.”
De nuevo, Eleica miró hacia la pequeña pantalla y vio el movimiento chispeante de las burbujas en la cocina de Arguiñano que alternábanse diciendo:
Qué difícil debe resultar ser humano. Manejar la mente. Y la polla, ¡no te jode! Coordinar con los sentimientos y manifestar con los sentidos. Vivir la realidad con los ideales. Esta vida está maldita. ¡Yo no quiero ser una puta burbuja! Callaos de una jodida vez; me duele la cabeza de escucharos, dando sentido a tremendas gilipolleces.

_Qué difícil discernir si habla la intuición o lo hace el tirano _prosiguió Eleica en su hoja de papel_. ¿Qué necesitamos para estar conectados y que las tres partes se integren y unifiquen? ¿Cuánto tiempo tarda el huevo en estar preparado?
La mariposa está en gestación. El huevo, sigue siendo un huevo. Después, gusano.
Mientras, el agua se evapora.

miércoles, 3 de junio de 2009

Buenos días

— No puedo hacerlo.
— ¿Por qué no?
— Sería una traición. Sería alimentar a la bestia que llevo dentro y nunca me podré salvar…
— No has de salvarte. Claro que puedes. Si tú quieres, hazlo.
— Nadie me volverá a mirar…
— Eso no es verdad. Has de ser como eres, no lo que los demás quieren que seas. De esta manera solo te mirarán los que se merecen mirarte.
— ¡Nadie! Nadie querrá acercarse a mí. Soy un monstruo. No puedo hacerlo, no puedo seguir haciendo esto, tengo que cambiar.
— Mira, esto no tiene sentido. Si no disfrutas de tu vida y eres feliz, espantarás a todos los que si disfrutan de tu compañía y no te quedará nadie de verdad. ¿Y yo, no estoy aquí contigo? ¿Acaso no te comprendo?
— Me comprendes porque eres como yo…
— ¿Un monstruo?
— ¡No! Nunca. No eres un monstruo. Eres una persona estupenda. Eres… eres mi mejor amiga.
— Y soy feliz como soy. Y tú deberías aprender de mí, solo así aprenderás a valorarte.
— Tienes razón Loli. ¡Lo voy a hacer! No puedo vivir amargada por lo que los demás puedan pensar. Si quiero hacerlo y hacerlo me hace feliz, lo haré. Así es como soy y a quien no le guste que no mire. ¡Camarero! ¡Los dos cafés, con azúcar por favor! ¡Métase la sacarina por…
— ¡Nena, nena! No te pases con el camarero. Creo que el muy picarón me ha guiñado antes el ojo. Creo que le he gustado, he visto como me mira el pecho y…
— Pero qué dices nena, ¡si estas gorda!

Eso en la mesa número cinco. Carmen y Loli, las gordas solteronas. Siempre tenían el mismo debate todos los días después de tomarse sus churros con chocolate. ¿Sacarina o azúcar? ¡Ay señor! ¿Qué podemos hacerle?, “¡marchando dos cortados con azúcar!”
En la mesa dos está sentada Laura, como todas las mañanas.

— Mira Perico… Últimamente te estás portando de una manera muy extraña. Ya no te veo casi nada y estás más irascible que nunca. Te cabreas con nada y la tomas conmigo, y luego me haces regalos que no te puedes permitir para pedirme perdón. Has de saber una cosa. Una relación no se mantiene con regalos caros. Esto… hay que estar en todo momento, ¡no!… has de estar ahí cuando te necesito, ¡no!… eh… tenemos que vernos más a menudo y… ¡bueno! Que lo quiero dejar. Y punto.
— Como lo hagas así Laura, te va a denunciar por malos tratos.
— ¡Ay, Juan! No te había visto. Perdona, esta mañana estoy un poco atacada de los nervios. Voy a dejar a Perico.
— Pobre Perico. Pero no me da pena. El Chaval no está metido en nada bueno. Se dicen cosas en el barrio, ¿sabes?
— Ya lo sé Juan. Por eso mismo lo quiero dejar.
— Bien por ti Laura. Ahora, ¿qué te pongo? ¿Lo de siempre?
— Si por favor. Y Juan, gracias por escuchar mis tonterías.
— Las tonterías de mis clientes son mis tonterías. ¡Marchando un croissant a la plancha y café con leche!

En la barra el viejo Eustaquio, hablando con un joven trajeado y peinado con demasiada gomina y la raya a un lado.
— Recuerdo que tenía una mano de pena, un tres de bastos, sota de oros, cuatro de copas y dos de espadas. Le hice las señas correspondientes a Eusebio, mi pareja. Teníamos unas señas especiales, ¿sabe? Un código entre él y yo que nadie más entendería. Pero, vamos, a lo que iba. Tenía una mano de pena y se lo dije con señas a Eusebio…
— ¿Y?
— Y el muy bribón corta mus. ¡Corta mus! O tenía la mejor mano del mundo o se había vuelto loco. Pero lo que más me extrañó fue que no me había hecho ninguna de nuestras señas especiales para decirme que tenía una buena mano…
— ¿Y?
— Y nos pusimos a jugar y en seguida Eusebio lanzó órdago a chica, el muy bribón, no me había dicho nada. Querría darme una sorpresa, él es así, ¿sabe? ¡Y ganamos! No mostrará afecto de ningún otro modo que no sea con el Mus. Está muy viejo el jodido, pero por el otro lado, se conserva estupendamente…
— ¿Y qué más me da a mí, abuelo? No le conozco de nada, ¡Déjeme tranquilo!
— Lo siento joven. No pretendía molestarle. Es que había quedado aquí, como todas las mañanas, con Eusebio, ¿sabe?, y como no llegaba pensaba que hablaría con alguien para pasar el rato…
— Pues elija a otro, señor. Soy una persona muy ocupada y tengo mis cosas en las que pensar.
Escuchando esto acudí al rescate de Eustaquio
— Su carajillo de coñac don Eustaquio.
— Gracias Juan, siempre me quedarás tú.
— Claro que si, que no se diga. — le dije con mi mejor sonrisa profesional.

A su lado, también apoyados contra la barra, el Capitán Martínez y el Agente Almansa, de la policía local, comentando sobre el estado del barrio, de lo seguro que es ahora con ellos aquí de policía. El Capìtán Martínez comentando, el agente Almansa escuchando, como siempre.

— ¿Y qué se le ofrece a la autoridad?
— Corta el rollo Juan, lo de siempre. —espeta el Capitán Martínez.
— ¿“Lo de siempre” cuando estáis de servicio o “lo de siempre” cuando no?
— ¿No ves los uniformes?
— Si.
— Pues eso Juan, pues eso, ¿estamos perdiendo facultades o que? Juan, Juan… yo le pensaba más…
— Mi Capitán, tengo que…
— ¡Usted se calla Almansa! Estoy hablando yo. Perdona Juan. Si, estamos de servicio. Ponnos unos cárajillos anda.
— ¡Marchando! — y les dejé continuar, mejor dicho, dejé al Capitán Martínez continuar con su monólogo fantasioso sobre el estado del barrio, y al sumiso Agente Almansa escuchando a su superior con el gesto facial del aburrimiento.

En ese momento se abre la puerta con mucho ruido y entra una persona con un pasamontañas en la cabeza, una escopeta en una mano y un saco de espárto en la otra. Cierra con fuerza y desde ahí mismo grita
— ¡Esto es un atraco! ¡Que nadie intente nada estúpido!
El Capitán Martínez y el Agente Almansa intentan alcanzar sus pistolas.
— ¡Ni se os ocurra! ¡Al suelo, tirádlas al suelo! — grita el personaje enmascarado a los policias por los cuales el barrio era un sitio tan seguro. Y mientras hacen lo que les ha mandado, el hombre del saco echa una mirada a su alrededor y, acto seguido, pasa algo inesperado.

— ¿Dónde estoy? — dice, dejandonos a todos perplejos— ¿Dónde están las cajeras y las mesas, y las ventanillas?
— Esto es una cafetería, el banco es al lado —le dice la gorda Loli, añadiendo— .Si quiere puede llevarme de rehén con usted al banco. —El problema de Loli no es la comida, son los hombres.
— ¡Cállese gorda! — suelta nuestro ladrón despistado y nos reímos todos disimuladamente. Todos menos Loli que levanta la barbilla y mira hacia otro lado con aires de marquesa.
— ¿Perico? ¿Eres tú? — suelta de repente Laura— ¡He reconocido tu voz, sé que eres tú! ¡Pedro Gonzalez Prieto, ¿se puede saber que diablos estas haciendo?!
Nuestro Ladrón mira repentinamente hacia Laura y se pone tremendamente nervioso.
— No soy quien usted dice señorita. — dice cambiando claramente la voz a una pobre imitación de persona gorda.
— Perico… Quiero que sepas que te dejo en este mismo instante. Sa ha acabado. No vuelvas a llamarme nunca más. Qué decepción. ¡Eres un delincuente! No te merezco. —le dice Laura dolida de verdad.
Nuestro delincuente ahora tiembla tanto por la extraña situación que se le cae al suelo la escopeta. Todos miramos como cae el arma en cámara lenta y, cuando toca las baldosas del suelo, se dispara solo. Veo como los perdigones vienen en mi dirección. En el silencio que se crea en el siguiente instante empiezo a sentirme mojado por todas partes. Los perdigones han hecho blanco en la sección de aguardientes justo encima de mi cabeza, todas las botellas rotas y su contenido vertido sobre un humilde servidor.
El encapuchado se agacha a coger la escopeta cuando de repente se abre la puerta a sus espaldas que le golpea en el trasero y cae de morros contra el suelo, empujando sin querer el arma, que se desliza por el suelo hasta que se frena a los pies del Agente Almansa. Éste se agacha y lo coge.
— ¡Buenos días familia! Hooombre Eustaquio, ¿ya estas aquí? ¿No habíamos quedado a las nueve? ¡Uy! Qué cara tenéis todos, y eso que soy yo el viejo. ¡Juan! Un sol y sombra por favor…

Y así un día más en el barrio. Las gordas busca-hombres Carmen y Loli comerán huevos fritos con bacon, migas con chistorra de segundo, un trozo de pastel de chocolate de postre y ¿para beber? Coca-cola light. Eusebio es un héroe popular en el barrio. Perico tiene dos años de cárcel y una exnovia muy enfadada. Y el Capitán Martínez y el Agente Almansa de la policía local, se creen los verdaderos salvadores del barrio, bueno, sólo el Capitán Martínez.

— ¡Marchando un sol y sombra!






D.G.F.

domingo, 17 de mayo de 2009

Amapolas



Lucía sonrió a la criada que le traía el nuevo vestido recién planchado, un vestido blanco con pequeñitas flores rojas estampadas que hacían juego con su pelo color de vino oscuro y que sus padres le habían regalado especialmente para aquél día. Se sentó en una silla y se abrochó los zapatos de color nacarado. Se ajustó el vestido con un lazo color carmín en el talle y se sentó delante del tocador para recogerse el pelo. Se empolvó la cara, se pintó levemente los labios y se puso unos pendientes y su pequeña medalla dorada.
En ése momento entró su hermana, tan sólo dos años más pequeña que ella, con una gran sonrisa y los ojos brillantes para decirle que ya habían llegado los invitados y que debían bajar al salón, así que las dos se cogieron del brazo y salieron de la habitación dejando un aroma de perfume de jazmín tras de sí.
En la habitación principal de la casa estaban sus padres, su abuela, su tía materna, su novio Elías y los padres de éste charlando en pequeños grupos distribuidos aquí y allá, alrededor de una mesa con el café preparado y repleta de dulces y pasteles. Al entrar ellas todos se giraron para mirarlas, Elías le dedicó una amplia sonrisa y se acercó para cogerla suavemente de la mano.
Se fueron sentando poco a poco alrededor de la mesa y tomaron la merienda acompañada de una animada charla. Elías la miraba con ojos embobados y ella bajaba su mirada mientras notaba cómo se sonrojaba. Los nervios le causaban la sensación de que el tiempo se alargaba pero al cabo de un rato, las criadas entraron para retirarlo todo.
Ellos pasaron al fondo del salón y se acomodaron en unos grandes sofás de principios de siglo, Elías y Lucía juntos en el mismo sofá y los demás se sentaron alrededor.
Se fue haciendo el silencio y ella miraba de una en una las caras de su hermana, de su madre y de su familia para intentar tranquilizarse.
El le cogió la mano, cosa que hizo que ella le mirara fijamente y con una sensación de nervios e impaciencia. Entonces le entregó el anillo de compromiso y ella le dio una cajita con un reloj. Elías le apretó la mano, le sonrió, le acarició la mejilla y el silencio se rompió.
Su hermana y su madre se acercaron para felicitarla y su padre le estrechó la mano a su futuro yerno y a su padre.
El resto de la tarde la pasó exultante de alegría y cuando los invitados se levantaron para marcharse, Lucía acompañó a Elías hasta la salida del jardín.
Para despedirse, él se agachó y recogió una amapola y colocándosela en el pelo le dijo "tu flor preferida para un día muy especial". Se dieron un tímido beso y él se marchó.
Ella se quedó mirando como desaparecían por la calle mayor y cerró la verja. Se dio la vuelta y mientras caminaba por el jardín recogió otra amapola. Su rostro se ensombreció y su mirada se volvió gris.

Era bien temprano por la mañana y ella caminaba como cada día hacia la iglesia atravesando el pueblo y unos campos de cereales. Estaba entrando la primavera y el campo era un manto de espigas verdes plagado de amapolas rojas.
Llevaba un vestido de color rosa y guardaba en la mano su rosario y su bíblia. Andaba por el camino polvoriento que recorría el sembrado y miraba alrededor con curiosidad. Sin embargo, no lo vió aparecer hasta unos metros más allá, con su ropa de trabajo y una espiga que mordía con sus dientes.
Su corazón se disparó y notó avergonzada como se ruborizaba. Le sonrió brevemente y él le saludó.
- Buenos días, ¿camino de la iglesia como todos los días?
- Sí, buenos días.
La miró y con sorpresa para ella, notó como él también estaba algo sonrojado. Se acercó a ella y le dio un ramito de amapolas:
- Las amapolas son mis flores preferidas y me recuerdan mucho a su pelo, señorita Lucía – le dijo dándose la vuelta rápidamente y volviendo a su trabajo.

De nuevo era primavera, pero ésta vez no iba vestida de rosa ni paseaba por el campo. Su madre, su hermana y algunas amigas la ayudaron a ponerse su vestido de novia, sus zapatos y su velo.
Bajaron a la planta principal y el fotógrafo del pueblo les hizo varias fotos familiares antes de subirse al coche.
Pasaron por el centro del pueblo y tomaron el camino que cruzaba los campos y que conducía a la iglesia. Su mirada vagaba entre las espigas verdes que relucían bajo el sol de media mañana. Miró su mano y sentía cómo aquél anillo de compromiso le pesaba, le quemaba la piel.
Su padre la sacó de su ensimismamiento apretándole la mano, ella sonrió y le dió un beso en la mejilla.
Diez minutos más tarde el coche aparcaba en la puerta de la iglesia. Todos los invitados iban entrando mientras su padre le ayudaba a bajar y su hermana le colocaba bien el vestido. Le entregó un ramo de amapolas rojas y le echó el velo sobre la cara.
Lucía agarró el brazo de su padre y subió los escalones hasta la entrada mientras una lágrima rodaba por su mejilla y caía sobre su ramo de novia.