sábado, 1 de agosto de 2009

Sentido imperdible

Shakespeare la cautivó una vez más. A pesar de que Hamlet era una obra que ella conocía en profundidad a través de los libros y películas, volvió a sorprenderla. Era la primera vez que Elia veía una representación teatral de dicha obra y se sentía embriagada de poesía. Caminaba ya hacia su casa. La calle olía a verano mientras la luna empezaba a decrecer entre las nubes. Al llegar encendió su ordenador. Imposible dormir. Quería más poesía. Navegó hasta Julio Cortázar y encontró esto: “Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo.”
Fue al vestidor para desnudarse y vio el espejo ovalado que ocupaba la pared. Intoxicada como estaba de la locura del adorable Hamlet y sedienta de aventuras, con su cuerpo ya bajo el camisón, retiró la cómoda, se calzó unas botas negras, y cogió un martillo de la caja de herramientas. Se miró al espejo durante unos segundos y vio sus ojos negros como salidos de órbita; reconoció a Hamlet y escuchó las palabras de Cortázar como un susurro cercano. Entonces golpeó al centro del cristal y éste se quebró formando una tela de araña. La habitación cobró otra forma, distorsionada por los fragmentos irregulares. Dio otro golpe y cayó algún añico de cristal al suelo. Obtuvo una nueva habitación a través del espejo, que también fue otro. Dejó el martillo y dejó caer los brazos. Miró la pared. Intentó olvidarse. Cantó una nota, y esperó. Al cabo de unos largos minutos oyó. Oyó a una señora y a un señor conversar, y el ruido de unos cubiertos sobre platos. “¿Estaré bien encaminada?”, se preguntó. Pero siguió oyendo, y con el oír, vino el ver. Vio un gran comedor, con una mesa ostentosa y rectangular, cuatro comensales y dos sirvientes. Ni rastro de hogueras, ni ríos, ni caballos. Pero sí oyó el sabor del pan. La señora hablaba al anciano sobre tiempos pasados. El anciano parecía perdido y aturdido. Debía pasar los setenta años. La niña, de unos cuatro, estaba concentrada en su plato de sopa. El marido se acomodó las gafas y tomó la palabra para seguir dirigiéndose al anciano. El anciano apenas pronunciaba palabra.
Estábamos preocupados retomó la mujer. Desde la muerte de Ana, (la mujer del anciano), algunos dijeron que te habías vuelto completamente loco. Nosotros no podíamos creerlo. Incluso llegamos a escuchar que en algunas ocasiones la policía había tenido que acompañarte a casa porque ya no sabías ni dónde se encontraba. Un reconocido psiquiatra como tú… era imposible. ¡Qué alegría encontrarte hoy en el parque!
El anciano asentía y sonreía, iba y venía en su letargo. Pero ellos, alterados por sus propios discursos, no podían ver más allá de sus palabras ni de su escogida realidad. Terminaron de cenar y pasaron a otra sala, repleta de libros. La mujer caminaba bien erguida sobre sus tacones negros. Juliette, la angelical niña de bucles dorados, obtuvo permiso para salir un rato fuera. El marido ofreció una copa al anciano. El anciano se acercó a una ventana desde la cuál se veía una enorme luna que empezaba a decrecer. Vio a la niña mecerse en el columpio y deseó estar bajo la inmensidad del cielo con ella. Estaba agotado de las formas y palabras de sus anfitriones. “Él único modo de salir fuera sería despidiéndome”, pensó. Pero la mujer insistió en que se quedara a pasar la noche; mandaría inmediatamente a que le preparasen una habitación. No pudo negarse. Se disculpó, manifestando un ligero mareo, para salir hasta el jardín. La niña seguía en el columpio. Él se sentó en el banco de madera que había bajo el porche. Juliette lo llamó para que se acercara. “¿Quieres mecerme un rato?”, le dijo. El anciano empezó a balancearla y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió plenamente en sí mismo. Vio toda su vida pasar con el vaivén del columpio. Tuvo lucidez suficiente para comprender que el gran amor y aliado de toda su vida, su mente, estaba abandonándole. Apareció la madre diciendo a Juliette que era hora de ir a dormir. La niña se despidió de los mayores con una dulzura y naturalidad exquisitas. Subió corriendo hasta su habitación. Antes de desvestirse, abrió el primer cajón de la cómoda y sacó una caja azul. La abrió. Contenía decenas de imperdibles. Escogió uno. Escuchó unos pasos en el pasillo, entreabrió la puerta de su habitación y comprobó que, efectivamente, era el doctor. Salió sigilosa y de puntillas y le dio un imperdible esmaltado en blanco, con una cruz minúscula que ella misma había pintado. “Para que no vuelvas a perderte”, le dijo en susurros, con sus ojos azules clavados en los azules de él. Le sonrió, y volvió a su habitación. El anciano permaneció aún un rato en el pasillo, observando el hermoso objeto. Luego fue hasta su habitación. Las luces de la casa empezaron a apagarse hasta sumirse en un silencio y oscuridad apacibles.
Elia, dejó de oír. Volvió a su actual espacio, su vestidor ofrecido por los fragmentos de cristales rotos. También a ella le vino el sueño. Se dirigió a su cama sonriendo, pensando que al fin había comprendido el sentido del nombre imperdible con el objeto asociado a dicho nombre.

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