lunes, 28 de julio de 2008

ESTO NO ES UN RELATO ES SOLO UNA OPINION

Me gustaría abrir un pequeño y modesto espacio de opinión sobre el tan traído y llevado tema del “Manifiesto por la defensa del castellano”. No me cabe la menor duda de que estáis al tanto del asunto, y cada uno de vosotros tenga una idea sobre ello, o no. Posiblemente este no sea el lugar adecuado para abrir un debate sobre este tema, pero que queréis que os diga, esta gente se definen como intelectuales y postulan sobre temas que nos atañen directa o indirectamente. Acaso no somos nosotros escritores?. No somos individuos que hemos decidido utilizar la lengua castellana para expresar nuestros sentimientos, e intentar plasmar con él nuestras historias?. Por ello todos y cada uno tenemos algo que decir al respecto.
En mi opinión si algo saco en claro de este debate es de que debemos saber desligar nuestra admiración por la obra, de la que sintamos hacia el autor. Entre los firmantes figuran personas de prestigio literario sobre las cuales me hago cruces que se hayan podido prestar a colaborar con individuos puros trepas que lo único que buscan es un lugar en el sol de la política. Esto es así porque parto de la base de que mienten y que son conscientes de que lo hacen. Se ha de ser muy cretino al decir que el castellano es una lengua perseguida y en peligro, cuando la hablan centenares de millones de personas en todo el mundo. Cuando en nuestro país la utiliza la inmensa mayoría de los ciudadanos para comunicarse entre ellos. Cuando aquí en Barcelona si te das un paseo por cualquier librería solo encuentras títulos en castellano en su gran mayoría. Por todo ello, me resulta tan evidente que su objetivo no es la defensa de una lengua, sino el afán por destruir las demás. Es el eterno debate.... potenciar una cultura a costa de destruir otras?? Yo no me apunto a ello y me entristece que gente a quien siempre he admirado como Fernando Sabate o Alvaro Pombo, por citar dos, puedan defender esta idea sobre la cultura propia , basada en destruir a las demás.
Posiblemente como catalán que ya lleva unos cuantos años de vida, esta historia no me suena a nueva ni original. Hay que recordar una vez mas que durante muchos, muchos años estuvo prohibido utilizar otra lengua que no fuese el castellano, y que mucha gente sufrió vejaciones cuando de forma inconsciente utilizaba su lengua materna. La expresión “no me ladre usted” o la de “hablen en cristiano” la hemos sufrido mucha gente que tenemos memoria y por esto nos cabrea mucho mas leer semejante sarta de mentiras.
Lamento haberos dado la paliza pero aquí queda mi opinión.
Salud a todos
Juan

viernes, 25 de julio de 2008

Las Chabolas

Todo funcionaba como es debido. La Ciudad estaba orgullosa de su centro de negocios, poblado con rascacielos de oficinas, elegantes y funcionales; y de su zona residencial trazado con casitas en hilera; cada una con su pequeño patio con dos metros cuadrados de césped y su sistema de riego por aspersión. La gran biblioteca exhalaba por sus puertas grandes dosis de conocimientos multiculturales. El metro había emergido del subsuelo y se enrollaba por las esquinas y por las estrechas calles recogiendo con cariño a los peatones. Las bicicletas tenían su espacio. Los pobres también.
En las afueras de la Ciudad, justo al lado de la autopista, debajo y a su alrededor, se hallaba el barrio de las chabolas, construidas con toda suerte de materiales, desordenadas entre las pequeñas calles sin asfaltar llenas de niños que jugaban en el barro. La gente del barrio tendía la ropa en cables que iban de una chabola a otra como guirnaldas de banderas multicolores. La ropa volaba, a la luz del sol, en cables colgados entre chabola y chabola; entre las chabolas y los arboles que daban sombra al barrio y también entre los árboles y las farolas, viejas y rotas, que no daban luz ni sombra.
En un generoso acto de solidaridad se buscaron y se pactaron donaciones para la mejora del barrio pobre. Las grandes empresas de la ciudad se reunieron y se comprometieron a sufragar la construcción de un nuevo barrio para que todo el mundo en la ciudad alcanzara el estándar regulado de calidad de vida cotidiano.
Industrias P. presupuestó, proyectó y subvencionó la construcción de un sistema de alcantarillado moderno y eficaz. T. Corporation construyó unos muros gruesos y resistentes para las nuevas casas. M. Computers suministró y colocó instalaciones de agua, gas, electricidad y unas persianas que subían y bajaban con sólo apretar un botón. K. Grupo Empresarial compró unos preciosos muebles de diseño y unos electrodomésticos de última generación con conexión a Internet y actualización automática de stock.
Debido a un cambio en el equipo directivo, derivado de la mala gestión de la directiva saliente y al empuje juvenil de los ejecutivos de la directiva entrante la empresa F. traspapeló su proyecto para dotar a las nuevas casas de unos tejados sólidos e impermeables y olvidó su compromiso.
Y llegaron las lluvias de primavera. Y los nuevos sofás de las nuevas casas se empaparon y se pudrieron. Las lavadoras, las secadoras y los sofisticados mecanismos de las persianas se empaparon y se fundieron sus placas electrónicas. Y las estrechas calles se empaparon, también, y el barro se volvió a formar entre las casas del nuevo barrio.
Al ver sus casas inundadas los habitantes del barrio echaron de menos sus viejas chabolas con sus viejos tejados que, aunque precarios y extraños, impedían que la lluvia calara el interior. Tiraron los muebles podridos y rotos. Quitaron los electrodomésticos y la conexión a internet. Pusieron correas en las persianas. Fabricaron unos tejados nuevos como sabían: con viejos somieres, trozos de planchas metálicas, tablas de madera y todo lo que fueron encontrando entre los restos de sus viejas chabolas demolidas que permanecían almacenados en un rincón del barrio.
Volvieron a colgar la ropa entre casa y casa, entre las casas y los árboles, entre los árboles y las viejas farolas que seguían sin dar ni luz ni sombra. Y salieron a las calles sin asfaltar que había delante de sus casas y encendieron fogatas en los viejos barriles de las esquinas. Y cantaron y bailaron durante toda la primavera.
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domingo, 20 de julio de 2008

Autoengaño

Todos son iguales, pensó mientras corría buscando el suyo...

jueves, 17 de julio de 2008

El cuadro

Mis tías me besaban las mejillas entre las dos en la estación de San Justo, yo iba vestido con mis pantalones de fiesta marrones, mis zapatos recién lustrados y una camisa blanca, escuchaba cada consejo de mis tías como si fuesen éstos y no otros los pasos a seguir en la vida para tener éxito. Iría a pasar mis vacaciones a la capital en casa de abuela Isabel. Mis padres fueron personas que nunca conocí, pero ésta es otra historia. La estación se veía tranquila y los únicos que estabámos allí éramos nosotros y unos hombres comiendo un bocadillo junto al andén. Cuando comenzó a oírse el tren, mis tías se agitaron aún más (sí, esto era posible) y fueron soltando por turnos todo tipo de consejos y a veces alguna lágrima. Al llegar la hora de partir abracé a mis tías como un hombre que va hacia su destino, cogí mi maleta y subí al vagón más cercano.
El viaje fue bastante bueno, salvo porque no estaba acostumbrado con mis ocho años a ir sólo por ahí, y me sentía fuera de lugar, como un intruso, y a su vez como un adulto que debe controlar su situación, estaba orgulloso de mí, iría a la capital.

Al llegar a la estación del barrio de la Paternal, en Buenos Aires, vi a mi abuela sentada en un banco, bajé al andén y corrí hacia ella arrastrando la maleta torpemente. Estuvimos unos momentos abrazados mientras ella me decía lo grande y guapo que me encontraba.

La capital era inmensa, desde el taxi podía ver algunos edificios de, al menos, nueve pisos de altura, había humo, coches, muchísimos comercios, pensé que allí podría conseguir lo que se me ocurriese comprar sin caminar más de diez minutos, a pesar de que lo que buscase resultase en mi mente imposible de conseguir. Allí había mucho que explorar.

Al llegar a casa de abuela Isabel atravesamos un pasillo que se compartía con otros vecinos, era un pasillo largo y descubierto que lindaba con un edificio altísimo, al mirar hacia arriba uno sólo veía una pared amarilla interminable, y hacia el otro lado estaban las fachadas con sus plantas y puertas de vidrio de los propietarios de cada departamento de la vecindad.
La casa de abuela era la última, y la puerta de entrada era de hierro forjado color verde, al cruzarla había un patio grande por el cual podía accederse de forma separada a la cocina, el lavabo, un comedor y dos habitaciones; luego una escalera comunicaba al piso de arriba donde antaño había una terraza según mi abuela y ahora era la habitación de invitados con cocina propia y todo, aunque ella me cocinaría y yo no tendría nada de qué preocuparme.
Subimos las escaleras, me mostró el lugar correspondiente de cada cosa en el lavabo de mi habitación y acomodó mi maleta junto a la cama, tras ello me indicó que baje al comedor a tomar la merienda. Obedecí alegre, ya que tenía hambre, y pronto me encontré entrando en el salón, al principio nada obtuvo especialmente mi atención en ese lugar, la gran mesa de madera de cerezo junto a las sillas haciendo juego con sus fundas color rojo, un gran espejo que ocupaba toda una pared y que en sus marcos tenía grandes flores labradas, un mueble con muchísimas puertas que estaba por debajo del espejo y sostenía sobre él una cantidad importante de platos con dibujos, estatuitas de porcelana y algunas fotos antiguas. En una esquina el televisor sobre una mesita marrón y verde. Y al girar lo vi, un cuadro en la pared derecha del comedor, no tenía nada especial y sin embargo no podía dejar de mirarlo, la pintura no era realmente elaborada, tampoco parecía caro y ni siquiera tenía marco, en él había un niño retratado, con grandes ojos verdes y una mueca en el rostro que no lograba descifrar, éste niño estaba sentado sobre la rama de un árbol, de un árbol seco y sin hojas, por detrás era de noche, y la luna brillaba pequeña en el cielo, un río separaba el lugar donde estaba el árbol de una loma donde había una especie de mansión con algunas ventanas iluminadas. Eso era todo, ninguna escena interesante, nada que sea raro, y sin embargo pensé que ningún adulto permitiría a un niño ir a trepar árboles por la noche.
El olor a café con leche me arrancó de mis pensamientos, mi abuela había traído una bandeja repleta de magdalenas y dos grandes tazas pintadas con flores. Merendamos y hablamos mucho, mi abuela era experta en hacer preguntas sin parar. Más tarde fuimos a dar un paseo por el parque, recuerdo que ese primer día en casa de abuela Isabel me sentí muy a gusto.

Al día siguiente por la mañana abuela me llevó a conocer el centro de la capital, los enormes edificios llenos de paredes espejadas, los coches y las avenidas eran para mí como salidos de una historia futurista y fantástica. Comimos pizza en un lugar llamado “Babieca” que tenía un caballo dibujado en la puerta, y luego volvimos a la casa. Cerca de las tres de la tarde hacía demasiado calor como para hacer algo más que dormir la siesta, y así lo hicimos. Desperté un par de horas después con algo de hambre, al mirar mi reloj noté que ya era la hora de la merienda y bajé apurado las escaleras esperando mis magdalenas, pero al llegar al patio noté que no había nadie en casa, fui al comedor y vi una nota sobre la mesa, abuela había salido de compras y tardaría cerca de una hora en volver. Encendí el televisor en el salón y rebusqué en la nevera, encontré un poco de queso y zumo, y me senté a comer y a mirar dibujos animados. El televisor de repente comenzó a hacer interferencias y sentí un escalofrío en la espalda. Sin saber por qué giré hacia el cuadro y me quedé mirándolo, me di cuenta de que no quería darle la espalda pero no me explicaba la razón. El televisor recuperó su imagen de golpe, y tras ésto se apagó sólo. Tuve una sensación de miedo, y retrocedí hacia la puerta que daba al patio sin dejar de mirar el cuadro, repentinamente un golpe seco y metálico me sobresaltó, el televisor se encendió en el canal que estaba mirando y escuché a mi abuela diciendo “ya estoy en casa”.

Esa tarde luego de la merienda pedí un vaso más de leche y subí las escaleras feliz, la noche anterior había descubierto un gato negro que vagaba por los tejados que se había dejado acariciar, al subir me asomé por el ventanal que había en mi habitación y que daba a los techos del pulmón de la manzana. El gato seguía por ahí y se acercó a mí nuevamente, entonces le ofrecí el vaso de leche y bebió todo en menos de un minuto. Después se dejó coger en brazos y lo metí en la habitación hasta que escuché a la abuela anunciando la cena, entonces lo devolví a los tejados y bajé a comer. Si abuela se enteraba de que había metido un gato en casa probablemente se enfadaría ya que les tenía mucho miedo, aunque no lograba entender el por qué de su temor a los gatos y también a las tortugas.

En la tarde del día siguiente abuela me dijo que debía salir a ver a una amiga y que regresaría a casa para la cena. Me indicó que la merienda estaba en la cocina lista para ser devorada, y me preguntó si me encontraría bien, a lo que respondí que sí, aunque la verdad no me hacía mucha gracia quedarme sólo de nuevo en el caserón de abuela.
Subí a ver si estaba el gato y no lo encontré, así que le dejé leche y la ventana abierta para que se sienta invitado a pasar. Cogí mis dinosaurios de plástico y bajé al patio a jugar, era un combate difícil, los herbívoros contra los carnívoros en un duelo a muerte, los carnívoros tenían sus grandes dientes y garras, pero los herbívoros era más listos y tenían muchos trucos bajo la manga. Yo estaba absorto en la guerra que se había desatado en el patio mientras las horas pasaban e iba anocheciendo sin que me entere siquiera. En un momento dado escuché un sonido extraño proveniente de la casa, como una queja. Me paré y agudicé el oído, era un llanto y provenía del salón. Primero pensé que era el sonido de una casa vecina que se había colado y decidí que mejor no entraba a investigar, pero el quejido continuaba. De pronto recordé que había dejado la ventana abierta, seguro que era el gato que había entrado, y abuela estaba al llegar, si lo veía se liaría una gorda. Entré a buscarlo, en el salón no estaba y ya no se escuchaba el sollozo. Sentí como si me observaran, y me di cuenta de que la casa estaba a oscuras. Avancé llamando al gato, nadie respondía, al salir al patio escuché el sollozo nuevamente, pero al entrar al salón ya no se escuchaba nada. Subí a mi habitación corriendo y llamé al gatito, no respondió. Tenía miedo, encendí las luces de mi cuarto y me senté a esperar a que llegue mi abuela. Observé que la comida de “negrito” (así había bautizado al gato) estaba intacta, lo que significaba que no había ido por allí. Estaba preocupado y asustado. Decidí que lo mejor era distraerme, así que cogí mis legos y me puse a jugar con ellos. Escuché el llanto aún más fuerte que estando en el patio y me paré de un salto. Justo en ese momento apareció negrito en la ventana, me alegré muchísimo al verle y lo cogí en brazos, le conté lo que estaba sucediendo y sin soltarlo bajamos a investigar, ahora éramos dos, nada podía vencernos. Bajamos uno a uno los escalones sin dejar de escuchar la queja, que ya era obvio provenía del salón. Al llegar al patio “negrito” comenzó a erizar los pelos de su lomo, yo por mi parte tenía piel de pollo, y cuando intenté encender la luz no pude, parecía que se hubiese fundido la bombilla. El gato bufó como defendiéndose de algo y subió corriendo las escaleras, me sentí realmente vulnerable y temeroso. El llanto era cada vez más sonoro. Estaba a punto de explotar en llanto también mientras avanzaba hacia el salón a ver qué sucedía. Detrás de mí las luces del patio se encendieron repentinamente, giré agitado dando un salto, mi abuela había llegado, corrí aliviado a recibirla con un abrazo.

Esa noche subí a mi habitación, y dormí bastante, pero no descansé mucho, para empezar me había costado mucho conciliar el sueño y llegué a utilizar la vieja y desesperada táctica de contar ovejas que nunca funciona. Estaba prácticamente prensado bajo las sábanas y sentía muchísimo calor pero no quería destaparme, así me sentía más protegido. Esa noche soñé con una vecina de abuela que había conocido un día o dos después de llegar, ésta señora tenía muchos gatos y perros en casa, la llamaban Doña Ana y vivía junto a su esposo en una casa cercana que también visité el día en que la conocí mientras ella me decía que me había sostenido en brazos cuando era sólo un bebé. El sueño había sido más o menos así, ella lloraba junto a una mecedora que se movía sola bajo una luna llena y sus gatos estaban merodeando alrededor. Me desperté sudando y nervioso. En la oscuridad pude distinguir una silueta que reía muy bajito. En pánico encendí la luz, no había nadie, pero mis dinosaurios estaban todos desparramados por el suelo. Pasé el resto de la noche en vela.
Por la mañana, le conté a mi abuela lo sucedido mientras tomábamos el desayuno, incluyendo el raro sueño. Ella adjudicó todo a una mala digestión de la cena, y por unos instantes me interrogó sobre si había cogido dulces en su ausencia. Luego dijo que no me preocupase, que a mi edad ella también tenía mucha imaginación.

Ese verano fue muy caluroso, y abuela había puesto una piscina donde podía bañarme siempre y cuando hubiesen transcurrido al menos dos horas desde mi última comida. Durante la siesta de la abuela decidí bucear en busca de cuevas inexploradas bajo el agua. Y así me sumergí en la piscina con mi snorkel y mis antiparras, el sol se colaba a través del toldo verde manchando el agua con sus rayos aquí y allá, yo salía y entraba del agua entre algunos juguetes que iba arrojando para recogerlos del fondo y volver a comenzar, así de tranquilo me encontraba hasta que de un momento a otro el agua se heló, bajé al fondo de la piscina a buscar un juguete más cuando vi un niño flotando conmigo en el agua, un niño que parecía ahogado, su rostro estaba hinchado y verdoso, y su piel se veía tirante y gelatinosa, lanzé un grito de horror que sólo yo conseguí escuchar porque estaba aún bajo el agua y salí a la superficie respirando agitadamente, al mirar de nuevo comprobé no había nadie conmigo en la piscina. De todas formas salí de allí y me dirigí hacia mi habitación. Me sentía sólo y quería volver a casa, abuela no me creía y yo no me sentía seguro en ese lugar.

Al día siguiente pasamos todo el día fuera de la casa, fuimos a un jardín llamado “jardín botánico” que estaba repleto de plantas exóticas y a otro que quedaba muy cerca llamado “jardín japonés” en donde me quedé maravillado viendo peces del tamaño de mi brazo y de colores fortísimos sacando la cabeza del agua para coger la comida que la gente les arrojaba, ese lugar era hermoso, lleno de pequeños puentecitos de madera y lagos con más y más peces de colores. Comimos bocadillos, y abuela me compró un tiranousario enorme en una juguetería preciosa y llena de curiosidades que estaba cerca del puerto. Por la tarde recorrimos una feria de artesanos que se reunía todos los fines de semana en un parque. También cenamos fuera, en casa de la amiga de mi abuela con quien había soñado. Era una mujer muy amable y además de gatos tenía palomas, loros, dos perros y cotorras. Mi abuela procuró tomar todos los recaudos para que al comedor no entrase ningún gato, y lo consiguió. El esposo de doña Ana era un señor muy callado y jugó conmigo a las damas mientras se preparaba la cena. Luego de cenar salí a jugar a la galería con los animales, los perros me divertían mucho.
Cuando volvimos a casa me sentía más confiado y tranquilo, aunque esa noche tampoco dormí bien y volví a soñar con Doña Ana llorando junto a una silla mecedora de noche con sus gatos alrededor. El sueño me incomodaba mucho y me ponía nervioso. Bajé al comedor a buscar un vaso de leche, cosa que siempre me ayudaba a dormir. La casa estaba oscura, y atravesar el patio me dió bastante miedo, sentí un escalofrío en la espalda y giré, en la oscuridad distinguí una figura, me asusté mucho al ver que me saludaba. Quise gritar pero el temor me impidió hacerlo, en cambio un sonido ahogado salió de mi boca. La silueta comenzó a caminar hacia el salón y la perseguí cansado de asustarme. Al entrar no había nadie allí. No me animé a volver a mi habitación, fui a la cama de abuela y le dije que tenía pesadillas, ella me dejó dormir a su lado.

Por la mañana fui a investigar al salón, observé todo, revisé puertas y bajo los muebles, miré también en la habitación contigua, que antaño pertenecía a mi bisabuela y ahora era una especie de trastero. Nada. Volví al salón, ahora me detuve en el cuadro, observé el retrato y noté algo diferente en la cara del niño, una sonrisa que inspiraba desconfianza, una mueca mezcla de maldad y dolor en él. Pensé que ahora sí abuela me creería, pero cuando se lo dije, me pidió que dejase ya el tema, que el cuadro estaba igual, y a pesar de que insistí no conseguí que lo observe ni que se quede en casa en lugar de ir a hacer la compra.
Desayunaba cuando abuela entró a casa llorando, me explicó que se iría a ver a doña Ana, que su esposo había caído de una silla mecedora rompiéndose la cadera y había muerto. Le pedí que me llevase con ella pero en cambio me indicó que tenía una película de dibujos animados sobre el televisor y me explicó que era demasiado pequeño para ir a un lugar así. Luego de dejarme la comida lista salió diciéndome que volvería lo antes posible. El día estaba lluvioso y una tormenta se desató poco después de que abuela se vaya, parecía de noche a pesar de que era temprano, eso se debía al cielo encapotado. Me metí al comedor a ver la película, cogí unas magdalenas y mientras escuchaba caer la lluvia, traté de no pensar en lo ocurrido, en mis sueños raros, en el cuadro ni en nada más, y me esforcé en disfrutar viendo Peter Pan. Al cabo de unos momentos la tele comenzó a hacer interferencias otra vez, apagándose luego al mismo tiempo que las luces. Escuché unas risas que provenían del patio y se mezclaban con el sonido de la lluvia. Me puse las zapatillas y me levanté a espiar a través del ventanal de la puerta pero no se veía nada. Busqué el interruptor de la luz y lo presioné repetidas veces pero no funcionaba. Decidí atravesar el patio y salir de la casa, me daba igual estar en pijamas o que estuviese lloviendo a mares, ya no quería pasar un momento más en ese caserón. Escuché una risa detrás de mí y volteé a ver qué sucedía entre asustado y enfadado ya. En la oscuridad vi de nuevo la silueta que me saludaba, ésta vez se podía observar todo con más claridad y distinguí un niño parecido al del cuadro, cosa que me aterrorizó. Abrí la puerta y atravesé el patio corriendo pero caí debido a lo húmedo que estaba el suelo, me golpeé fuertemente la cabeza perdiendo el conocimiento. Desperté tirado en el patio bajo la lluvia y me incorporé lleno de terror mientras miraba confundido hacia los lados, de repente sentí una mano en mi hombro, sólo me atreví a mirar hacia el costado donde sentía que me tocaban, eran los dedos de un niño, luego escuché:- pudiste haber sido tú, pudo haber sido cualquiera. Tras ello perdí nuevamente el conocimiento.
Al despertar, miré hacia atrás de forma instintiva, vi un río que atravesaba un valle y detrás una casa con algunas luces encendidas, era de noche, temí lo peor, y al mirar hacia abajo noté que estaba sentado sobre la rama de un árbol, al levantar la vista me horrorizó verme a mí mismo mirando Peter Pan en el comedor de mi abuela, entendí lo que había sucedido en ese mismo instante, ahora era yo quién estaba encerrado en ese cuadro para siempre, podía ver todo desde lo alto del árbol, grité pero nadie respondió. El niño que miraba televisión giró hacia mí y sonrió.
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Muchos años más tarde abuela entregó el cuadro a una asociación de búsqueda de gente desaparecida durante la dictadura militar argentina tras ver la noticia de que por cada niño que habían asesinado se había pintado un cuadro como el que ella tenía en su salón. Ahora lo único que puedo hacer es esperar a que algún día suceda algo que cambie mi suerte, tal vez haciéndose justicia por lo que sucedió, para quizá de esa forma recuperar la vida que perdí.

*
Durante la dictadura militar argentina (1976-1983) hubo 30000 personas desaparecidas de las cuales 500 eran niños, miles y miles de personas fueron asesinadas tras torturas y abusos, siendo enterradas en fosas como no identificados o sedados y arrojados al río dulce (Río de la plata). Muchos niños nacieron en el cautiverio de sus madres que fueron secuestradas embarazadas. Por testimonios de sobrevivientes, de médicos y de parteras, se sabe que las embarazadas secuestradas daban a luz amordazadas, con los ojos vendados, atadas de pies y manos, se les inducía el parto o se les practicaba cesáreas innecesarias. Luego del parto el bebé era separado de su madre y apropiado en la propia familia de los secuestradores, abandonados en casas de vecinos de los secuestrados o abandonados en orfanatos. Los que eran un poco mayores y podían conservar el recuerdo de sus familias eran separados inmediatamente de sus padres tras el secuestro y luego eran asesinados. Se tenía a las personas secuestradas por subversivas, y se creía que ésta condición se heredaba a través de la sangre, de padres a hijos. De todos esos niños sólo se han recuperado al día de hoy 86 jóvenes que ahora viven con sus verdaderos familiares. Aún hoy siguen sin ser juzgadas las personas que participaron de la dictadura torturando, matando y secuestrando personas inocentes.





La soledad de Rose

Rose había sido soltera durante toda su larga vida, igual que su hermana menor – que en paz descanse-, y su hermano Louise, muerto también desde hace tiempo ya. Rose y su hermana Clarette siempre había compartido el gusto por las artes , Rose solía escribir en el porsche de la gran casa que habían heredado (junto a una nada despreciable fortuna) mientras su hermana se dedicaba con esmero a pintar los paisajes de los grandes campos que eran también parte de sus bienes familiares. Louise, en paralelo, cumplía con las obligaciones de “hombre de la casa” y llevaba las finanzas, aunque su actividad preferida consistía en pasarse tardes enteras jugando al ajedrez desafiando a su propio intelecto, en partidas donde las blancas y las negras batallaban bajo sus mandos.
Junto a la casa, había una vivienda más humilde y sencilla que habitaban sus caseros Greta y Sam, sus tareas consistían básicamente en mantener limpios los establos, cuidar de los jardines y los animales, preparar las comidas y cosas similares.
El invierno en que Louise murió de neumonía, sus hermanas, de fuerte temperamento, tomaron las riendas del hogar sin problemas, ejercieron así el papel de jefas de los peones que trabajaban en los campos y no perdieron ni un ápice de autoridad frente a sus criados Greta y Sam. Sus vidas realmente no se vieron afectadas por la ausencia de su hermano, en cambio cuando Clarette murió de una enfermedad que los médicos no lograron diagnósticar, Rose se encontró perdida, y con sus más de setenta años, estaba débil pero obstinada a continuar ella sola con la responsabilidad de matriarca solitaria que sentía le pertenecía. Siempre pensaba en sus largas conversaciones con Clarette acerca del misterio del más allá, y nunca olvidaría las últimas palabras de su hermana: “si hay algo más luego de ésto, te lo haré saber”. fueron para ella una promesa de reencuentro y la calmaban mucho cuando la extrañaba.
Greta y Sam nunca habían sentido verdadero cariño por sus patrones, pero habían trabajado en esos apartados campos durante más de la mitad de sus vidas, y si bien nunca vivieron como criados normales, ya que el dinero jamás había sido un problema para ellos, se sintieron defraudados cuando tras la muerte de Louise en su testamento sólo legaba a sus sirvientes la casita donde estaban y algunos campos.
Rose estaba en el porsche cuando escuchó el sonido de pasos en las escaleras que llevaban al segundo piso “¿Greta eres tú? ¿Sam?”, preguntó mientras se levantaba, los pasos cesaron. Encendió una vela y entró a la casa en silencio, parecía que allí no había nadie más que ella, y hasta donde tenía entendido, sus empleados en ese momento estaban aún limpiando las caballerizas, así que supuso que debían de ser imaginaciones suyas. Se sentó a bordar a la luz de un farolito de queroseno frente a la chimenea cuando nuevamente sintió el sonido de alguien caminando dentro de la casa, sintió un escalofrío en las vértebras y volteó para mirar las escaleras que a sus espaldas asomaban por el arco que separaba el salón del recibidor “¿Sam? ¿Greta?”, nadie respondió. El reloj de pie sonó ocho veces, se alegró al pensar que sus criados estarían pronto de vuelta para preparar la cena. Los pasos una vez más, hizo la pregunta nuevamente, y otra vez el silencio regresó a ella. Cogió su bastón y el farol, luego subió las escaleras, uno a uno los escalones se mostraban bajo la tenue luz y al llegar al último peldaño observó que la habitación que solía ocupar su hermana estaba abierta, Rose sólo pudo pensar en lo que Clarette le había dicho antes de morir. Avanzó por el pasillo en penumbras hasta la entrada del dormitorio, había un vestido sobre la cama, y retrocedió entre confusa y asustada, luego los pasos retumbaron nuevamente, ya un poco desesperada gritó “¡¿Quién anda ahí?!”, escuchó un extraño sonido, como un susurro en las escaleras, y se dirigió a ellas, no con el propósito de investigar, sino el de salir de la casa. Sus manos temblaban, y la desesperaba no poder ver más allá de lo que alumbraba su farolito, objeto al que se aferraba como si fuera lo único que le quedaba en el mundo, dió un paso, luego otro, quería mantener la calma pero arrebatada por la ansiedad avanzaba a toda velocidad, se sentía observada. Al llegar al último escalón vió una serpiente de cascabel, asustada intentó correr, pero resbaló y cayó por las escaleras.
Despertó en su cama, junto al médico de la familia “Qué susto nos ha dado Rose, tiene usted los huesos débiles y debe ir con más cuidado”, ella preguntó por la serpiente y el doctor la miró con un gesto de sorpresa en el rostro “No había ninguna serpiente, Sam estaba en la cocina cuando la escuchó gritar en la caída, no es bueno que entre en la habitación de su hermana, sé que es reciente su pérdida, pero quedarse entre las cosas de Clarette puede confundirla mucho, lo mejor es que descanse y ya verá como el tiempo cura las heridas”, Rose le explicó lo sucedido y el doctor, tras una silenciosa pausa le dijo que tras la pérdida de un ser querido es normal tener lagunas en los pensamientos y que a su edad –sin ánimos de ofender- lo era aún más. Greta entró en la habitación “Aquí le traigo un zumo señora, ¿se encuentra mejor?”, Rose estaba confundida “¿Dónde estaba usted cuando me caí? ¿y Sam? los he llamado repetidas veces”, preguntó de forma incisiva. “Yo estaba en las caballerizas, y Sam preparándole la cena, él no quiso molestarla cuando notó que usted estaba en el cuarto de Clarette, aunque como pasó bastante tiempo allí estaba preocupado”, repondió la mujer con tono cariñoso. “Bien yo debo irme”, dijo el médico, “Cuídese ¿vale? Greta tiene unos calmantes que le administrará para el dolor. Debe descansar”, le palmeó la mano y ambos salieron. Mientras bajaban, Greta le expresó lo preocupada que estaba por su ama, y el doctor, que conocía muy bien a la familia, le dió unos sedantes mientras le decía: “Ella nunca accedería a tomarlos, pero creo que el episodio que tuvo es una mezcla de dolor por la muerte inesperada de Clarette y demencia senil, ésto la tranquilizará, yo vendré a ver como sigue en dos días.” Greta le agradeció al hombre su ayuda y lo acompañó hasta la salida. Luego se dirigió a la cocina para hablar con Sam acerca de lo ocurrido.
Rose miró a su alrededor con espanto, le dolían mucho los brazos y el costado, y no lograba explicarse lo sucedido. En la mesa de noche el zumo de zanahorias junto a la campanilla que usaba para llamar a sus sirvientes le recordaron de alguna manera lo vieja y sola que se encontraba, explotó en llanto. Luego, para calmarse, bebió un poco de zumo y tras ello se sintió algo mareada, se quedó dormida. Despertó cuando era ya noche cerrada y la oscuridad le asustó bastante, entonces encendió una vela. Notó que la cena estaba sobre una mesita al costado de su cama, se enderezó y comió un poco, aunque la dejó aparte al advertir que estaba fría, vió que había calmantes junto a la bandeja, así que los tomó con más zumo de zanahorias. Se puso las zapatillas de cama y se dirigió con la vela en la mano hacia el lavabo, al salir al pasillo la oscuridad lo cubría todo, con excepción del radio de luz que provocaba la llama. Avanzó por la casa, sólo se oía el crujir de algunas maderas del suelo bajo sus pies. Todo parecía normal pero seguía percibiendo esa horrible sensación de unos ojos en su nuca. Entró al lavabo y orinó, luego puso la vela frente al espejo para lavarse las manos, sintió frío y al levantar la vista notó que algo pasaba por detrás de ella dibujándose como una sombra en el espejo, lanzó un grito ahogado y cogió la vela como si fuera un arma apuntándola en dirección a la bañera, pero en el brusco movimiento la llama se apagó, sintió pánico, un pánico irracional que nacía desde sus entrañas y la revolvía por dentro, fue hacia la puerta, pero no la encontró hasta varios intentos después, y al intentar abrirla sentía que alguien la cerraba por fuera, tirando hacia el lado opuesto. Quiso gritar pero no pudo, estaba segura de que no estaba sola en el lavabo e iba notando poco a poco como sus músculos se aflojaban cada vez más, estaba temblando y no conseguía abrir la puerta. De repente la puerta se abrió y ella cayó al pasillo, intentó levantarse pero no pudo, no veía nada y eso la desesperaba aún más, el agotamiento que sentía se apoderó de ella y se desvaneció. Abrió los ojos cuando Sam la tenía cogida por las piernas, ella no lograba establecer un contacto con la realidad, estaba mareada y veía borroso, tampoco podía escuchar con claridad las voces de quienes estaban allí, también había notado que alguien más la tenía levantada, ya que Sam le hablaba a una persona que la tenía sostenida por el torso. Reconoció el camino a su habitación, al pasar frente a la habitación de la difunta Clarette vió que la puerta estaba abierta y todo en su interior estaba revuelto. La pusieron en la cama, y se quedó dormida intentando entender lo que Sam decía. Despertó por la luz del sol en su cara, Greta estaba sentada a su lado. La miró y le preguntó que qué había sucedido. Greta le explicó que el médico acababa de irse y que había sufrido un desmayo en mitad de la noche. “¿Quién estuvo metiendo mano entre las cosas de Clarette Greta?.” “Usted señora mía”, dijo Greta con tono maternal, “¿Acaso no lo recuerda?.” “No es verdad, yo sólo fui al baño, alguien me dificultó abrir la puerta y caí.” “Señora Rose, en el baño había ropa de su hermana, ésta muy confusa, dijo el doctor que es normal que usted se olvide de ciertas cosas, lo llamó algo así como bloqueo emocional.” “Me duele la cabeza”, contestó Rose con tono exigente para disimular su confusión aún mayor al observar que el cuadro que estaba en su pared era uno distinto pero del mismo paisaje, que también había pintado Clarette. Prefirió no decir nada al respecto, bebió los calmantes que el médico le había prescripto, ordenó a Greta que se retirase y se quedó dormida tras una sensación de mareo.
Al despertar, lo primero que vió fue el rostro de Sam, intentó hablar pero no pudo, estaba muy mareada y no comprendía lo que decía el hombre. Greta entró en la habitación también, ambos sonreían y hablaban, pero ella no lograba entender. Sam se acercó, ella tuvo miedo, se sentía impotente, apenas podía racionalizar las cosas, y le resultaba imposible moverse, sentía sus miembros entumecidos y le dolía mucho la cabeza. Sintió como las manos de Sam le abrían la boca ejerciendo una fuerte presión sobre su mandíbula, le dolía mucho, luego esas manos sucias le echaron zumo de zanahorias directo a la garganta, la obligó a tragar y tras unas arcadas notó como el zumo iba avanzando lentamente hacia su estómago, espeso y tibio se abría paso por su cuerpo. Sintió más debilidad que antes, hubiese querido gritar, despedirlos, pero no podía hacer nada. ¡El médico había entrado!, ahora se iban a enterar éstos dos; el hombre la examinó y le dijo algo a Greta, luego meneó la cabeza y se fue. Ella se quedó dormida nuevamente.
Al abrir los ojos seguía en la misma situación, sin capacidad de moverse ni de hablar, se sentía húmeda, seguramente se había meado. La oscuridad le aterraba, escuchó ruidos provenientes del cuarto contiguo, del de Clarette, no pudo resistir despierta y sus párpados se cerraron otra vez.
Cuando despertó, Greta le metía zumo en la boca y ella lo escupió, la sirvienta se puso histérica, gritó cosas que Rose no entendía, entró Sam y le hizo beber el vaso entero. Estaba desesperada, intentó resistir despierta, pero no lo consiguió. Al espabilarse le aterrorizó la imágen de un sacerdote haciendo gestos de cruces sobre su cuerpo, intentó gritar, pero su lengua entumecida sólo le permitió que un hilo de voz rasgada escape. El cura se fue tras la extrema unción. Hizo fuerzas para levantarse, sus uñas se clavaron contra el colchón húmedo, el fuerte olor a pis le penetraba la nariz provocándole aún más náuseas de las que ya tenía, sus músculos estaban débiles y temblorosos, tanto que no le permitieron ningún movimiento. Las lágrimas brotaban de sus ojos rodando hacia las comisuras de su boca pero no podía llorar a gritos como hubiese deseado, poco a poco fue durmiéndose de nuevo.
Cuando volvió en sí Sam estaba a su lado, pero no había forma alguna para ella de comprender lo que él le decía, de repente y a su vez de forma lenta, ya no era Sam quién se dirigía a ella, sino Clarette, pero tampoco comprendía sus palabras. Rose parpadeó para aclararse un poco y con cada uno de sus pestañeos la imágen de su hermana se hacía mayor y más cercana, hasta que ésta le pidió: “Rose firma tu también ésta carta para Louise, él también te espera querida.” Rose se tranquilizó al escuchar la voz de su hermana, “Tengo miedo Clarette, tengo mucho miedo”, dijo mientras firmaba. La imágen de Clarette metamorfoseó en la cara risueña de Sam, le asustó aún más la mirada malévola del hombre, en realida hacía tiempo que les temía a sus criados. Sam le dijo algo que ella no comprendió, sólo vió como un almohadón blanco se acercaba lentamente hacia su rostro, nuevamente parpadeó y la imágen de Clarette se abalanzaba sobre ella, “Vamos a darle la carta juntas, hermanita”, dijo Clarette. Rose sintió como poco a poco su tráquea le dolía más y más, aspiraba con fuerza pero sus pulmones se hundían en su pecho vacíos de oxígeno, sus uñas se clavaron en las sábanas mojadas deformándole los dedos por la fuerza que realizaba para zafarse, sintió una fuerte presión en los ojos y un dolor punzante en el pecho, el almohadón cayó al piso, y antes de morir vió una mano sucia con un papel firmado que decía “testamento”.
Rose escribía mientras Clarette pintaba frente al porsche la imágen de Louise que jugaba al ajedrez más allá, a lo lejos se veían sus caballos correr por los campos de la familia.

martes, 15 de julio de 2008

NUCA DEBES SACAR CONCLUSIONES

Era ya media tarde cuando por fin llamó al timbre de la puerta. Durante muchas horas había estado dando vueltas por la calle sin decidirse. No recordaba ya cuantas veces había pasado por delante de aquella casa, se había detenido por un instante y a continuación había seguido andando por la acera sin girarse, convenciéndose a sí mismo de que la próxima vez llamaría. Mientras andaba, en su cabeza se arremolinaban las palabras que iba a decir a Carlos en el momento que le tuviera delante, cara a cara. Sería rápido, sin darle oportunidad de salir de su sorpresa y entrar en conversación. Tal vez, un “Hola como estás” para a continuación entrar en materia. Su mente iba estructurando un discurso que fuese coherente y causase el mayor impacto, con expresiones que fuesen a la vez duras y acertadas. Llegó a escribirlo sobre papel, cambiándolo una y otra vez. Lo lógico sería haberle enviado una carta, pero no, él sabía que no era lo mismo imaginárselo al leer la misiva que estar allí en persona, viendo la expresión que asomaría en su cara, observar su reacción y poder escuchar sus explicaciones. Le aterraba la idea de quedarse en blanco sin saber que decir, allí como un memo, sólo pensarlo le hacia dar otra vuelta a la manzana y darse más tiempo para memorizarlo todo.

Cuando al fin se decidió, cruzó una puerta de hierro que estaba abierta y entró a un pequeño parterre muy cuidado, con unas macetas llenas de flores situadas a ambos lados de un camino que conducía hasta la puerta de entrada al domicilio. Fue a buen paso, como si tuviera miedo de arrepentirse y volver a dar la vuelta. Ya ante la puerta, presionó el timbre con suavidad, como si no quisiera que nadie lo escuchara. Pasaron unos segundos y ya con más decisión volvió a presionar el botón. Entonces fue cuando pudo escuchar unas voces que provenían del interior de la casa, parecía de varias personas a la vez. Maldita sea, se dijo, hay gente, lo último que deseaba, no lo tenía previsto. Iba ya a darse la vuelta para alejarse rápidamente de allí, cuando se abrió la puerta y apareció una mujer. Era joven y vestía toda de negro, su cabello rubio lo llevaba recogido con una diadema también de color negro. Sus facciones eran agradables, pero su cara tenía una grave expresión. Le dirigió una leve sonrisa, y le preguntó si había venido para ver a Carlos. La pregunta fue tan directa y natural que no tuvo más remedio que contestar afirmativamente. Ella se presentó, se llamaba Clara, y era la hermana de Carlos. Mientras le preguntaba su nombre le hizo pasar a un gran salón que debía ser el comedor, donde un grupo de personas se repartía por sillas y el sofá, mientras otras permanecían de pie formando pequeños círculos en los cuales se hablaba muy bajo, como si temieran que alguien pudiera escucharles. No conocía a nadie de los presentes, tampoco era de extrañar, habían vivido en otra ciudad y ni siquiera le había contado que tuviera una hermana. Carlos era una persona muy dada a compartimentar su vida y sus relaciones, evitaba de esta forma que nadie pasara del esta tus que él le había asignado, y el suyo sin duda estaba circunscrito fuera de su vida familiar. Clara le invitó a sentarse sobre un baúl cubierto por una especie de edredón, hacia las funciones de improvisado sofá. Se encontraban a un lado de la sala, muy cerca de la puerta que daba al vestíbulo.

- Mi hermano me había hablado mucho de ti - le dijo mientras tomaban asiento.

Estas palabras le dejaron helado, no sólo era la sorpresa de saber que Carlos le había mencionado a alguien de su familia, sino por el tiempo del verbo utilizado para decirlo..

- Mi hermano me había hablado....”

Un sudor frío recorrió su espalda a la par que un nudo se le instalaba en el estómago. Casi ni podía pronunciar palabra. Ella pareció notar su aturdimiento y poniendo una mano sobre su brazo le dijo

- Durante su enfermedad me contó lo vuestro, me dijo lo unidos que estabais


Ella siguió hablando pero ya no le escuchaba, algo en su cabeza estaba desmoronándose, Clara se levantó y le preguntó si quería subir a verle en aquel momento, que le acompañaría donde estaba. Se dirigió a la puerta del salón al tiempo que con la mano le hacía un gesto para que la siguiese. Se puso a caminar detrás de ella mientras sus pensamientos se amontonaban en la parte consciente de su cerebro, el cual completamente bloqueado se negaba a procesarlos, no podía creer lo que estaba a punto de suceder. Llegaron hasta una puerta que abrieron para pasar a una estancia tenuemente iluminada. Era un dormitorio con una amplia y espaciosa cama que ocupaba el centro de la estancia, sobre la cual había un ataúd que contenía el cuerpo de un hombre joven, era Carlos. Iba vestido con un traje color azul marino, la camisa con el cuello abierto sin corbata, y un pañuelo de color blanco que asomaba por el bolsillo frontal de la chaqueta. Se quedó mudo, como una estatua, mirando sin dar crédito a lo que sus ojos veían. Oyó la voz de Clara que le preguntaba si quería quedarse a solas. Le respondió que sí y al poco rato oyó como la puerta se cerraba detrás suyo. Mientras miraba el ya cadáver de quien tanto había querido y odiado, le vino a la mente todo lo que quería decirle, todo lo que llevaba escrito en su mente. Ahora todo había perdido su sentido pero casi sin darse cuenta se encontró hablándole,

- Por Dios Carlos, yo no me merecía esto, tener que verte así por última vez no es justo, que la última imagen que me quede de ti sea la de tu cuerpo frío y rígido tumbado dentro de este estrecho ataúd, vestido con este traje, que en vida nunca hubieras consentido llevar. ¿Por qué lo hiciste? Por qué desapareciste de mi vida sin decirme una palabra, así de un día para otro? Tan difícil era hablar conmigo, contarme lo que te ocurría. Ni tan solo me dejaste una carta, una nota, cualquier cosa que hubiera evitado esta ansiedad que me ha invadido durante todo este tiempo y que es el motivo que me ha hecho venir hasta aquí sin saber lo que me iba a encontrar, sin tener ni la más mínima idea de lo que te había sucedido. Siempre fuiste orgulloso, demasiado, y te lo hice notar en muchas ocasiones, pero te considerabas muy por encima de la mayor parte del género humano, invulnerable a todo. Yo en el fondo te admiraba por ello y tú lo sabías, te gustaba ejercer de maestro. Siempre tenías una explicación para todo. Quizá te fue imposible poder asumir que la enfermedad se hubiera apoderado de ti, que la diosa fortuna te girase la espalda y te quitase el control de tu vida pasándoselo al de los médicos, en una palabra convertirte en una persona frágil que necesitaba la ayuda de los demás. Debió ser duro, no tengo la menor duda, pero también lo fue para mí. Te imaginas la de historias que pasaron por mi cabeza para explicar tu comportamiento. Yo te hubiera ayudado, habría estado a tu lado hasta el final ¿Acaso lo dudabas? ¿Tan poca importancia le dabas a nuestra relación, después de haber convivido tantos años juntos? No me fue difícil averiguar donde vivías, pero no quería llamarte ni escribirte, tenía la sensación de que hacer esto era rebajarme, deseaba escuchar directamente de tu boca y mirándote a los ojos que es lo que había ocurrido para que te marcharas de aquella forma. He tardado en decidirme, no ha sido fácil pero he llegado a la conclusión de que no puedo rehacer mi vida sin encontrar respuesta a mis preguntas, y ahora tengo que encontrarlas por mi mismo. aquí de pie en esta habitación ante tu cuerpo ya muerto, sintiéndome estúpido e inmensamente triste.

Se quedo en silencio, ya no tenía nada más que hacer ni que decir en aquel lugar. Cuando ya estaba a punto de marcharse se fijo en las manos del muerto, aquellas que recordaba tan bien, siempre cuidadas, siempre tan descriptivas al hablar. En la muñeca izquierda, medio escondido por la manga de la chaqueta llevaba un pequeño reloj, con las horas marcadas con números romanos sobre el fondo negro de la esfera. Las manecillas giraban aún como si quisieran marcar el tiempo en el mas allá. Lo reconoció perfectamente se lo había regalado por el primer aniversario de vivir juntos. Se emocionó al pensar que nunca le había olvidado y que posiblemente mirase en el las últimas horas de su vida.

Fue hacia la puerta y la abrió apenas lo necesario para ver el exterior y comprobar que no había nadie cerca de la habitación. , volvió a cerrar la puerta se dirigió hacia el ataúd, e inclinándose sobre el cuerpo, tomó con cuidado el brazo en cuya muñeca llevaba el reloj. Con suavidad manipuló el cierre de la cadena, lo recordaba perfectamente, tenía su complejidad. Una vez abierto deslizó el reloj por la mano muerta. Cuando lo tuvo en las manos le dio la vuelta y leyó la inscripción que llevaba. “Para Carlos con cariño, Luis”. Lo apretó en su mano y se lo guardó en el bolsillo de su chaqueta

- Perdona Carlos - dijo mientras acariciaba levemente su frío rostro. - Había venido hasta aquí para llevarme unas palabras de ti, pero eso no va a ser posible, es evidente, por eso he decidido llevarme este reloj. A ti de nada te va a servir allá donde vas, no se mide el tiempo en la eternidad, en cambio a mi me recordará siempre los buenos momentos que pasamos juntos, cuando la felicidad formaba parte de nuestras vidas y nos creíamos los amos del mundo, cuando mire la horas que señalen sus pequeñas manecillas siempre me acordaré de ti.

Se dio la vuelta, fue hacia la puerta, la abrió y salió al pasillo. No se giró, bajó las escaleras rápidamente y caminó hacia la puerta de la calle. Clara estaba en la puerta del salón hablando con otra persona, no se fijó en él. Abrió la puerta y salio alejándose rápidamente de aquel lugar mientras notaba como el aire frío de la tarde convertía sus lágrimas en pedacitos de hielo.

lunes, 14 de julio de 2008

Cinco sentidos

No sabía muy bien qué es lo que esperaba encontrar, pero sí tenía muy claro aquello de lo que quería huir.

Mi padre me había hablado en tantas ocasiones del convento de La Vid, que resultaba ser algo muy familiar para mí, aunque nunca lo hubiera visitado.

Cuando atravesé por primera vez aquellos espesos muros de piedra, fue como si de golpe hubiera retrocedido diez siglos en el tiempo. Fue como viajar del presente al pasado con solo traspasar una puerta.

Aquella mañana de primavera el cielo de la meseta era aún más azul si cabe; el aire cortante, era más frío de lo habitual para la época. Los campos de cereal estaban en su punto álgido, justo antes de la siega y su verdor contrastaba con el marrón de las casas de adobe.

El prior del convento me recibió justo detrás de la puerta principal y me tendió la mano. No sé porqué me había imaginado que me haría una bendición en lugar de estrecharme la mano. El padre Damián ya conocía el motivo de mi visita pues me había puesto en contacto con él unas semanas atrás, cuando decidí huir de Barcelona. Faltaba poco para las doce del mediodía y el padre Damián me invitó a que le acompañara al refectorio donde el resto de hermanos se hallaban reunidos para rezar el Ángelus.

Atravesamos el sencillo claustro en dirección a la gran escalera que conducía a las estancias del piso superior. Me sorprendió el pequeño jardín del interior del patio, tan bien cuidado y aunque sólo pude detener mis ojos un instante, pude ver que de la fuente del centro manaba agua. Había unos cuantos naranjos que desprendían su inconfundible aroma y el aleteo de una pareja de golondrinas me hizo elevar los ojos hacia el artesonado del techo en donde habían construido su nido.

Mientras subíamos los desgastados peldaños de mármol de la gran escalera llegaron a mis oídos los primeros cánticos de los monjes.

- Permítame que le guarde su maleta, Elvira –dijo el padre Damián-. Ahora rezaremos el Ángelus y después le acompañaré hasta su celda.

Ciudad imaginaria

Por mi cuarenta cumpleaños recibí de mis amigos un regalo especial. Se trataba de un viaje sorpresa cuyo destino no quisieron revelarme. Conocedores de mi pasión por viajar, sabían que sería difícil sorprenderme, pero realmente lo consiguieron.

El primer día de luna llena tras mi cumpleaños debía presentarme sin equipaje alguno en la Terminal B del aeropuerto rumbo a lo desconocido. En el pergamino que me entregaron sólo se indicaba una hora y una cruz señalaba el punto de encuentro donde debía esperar instrucciones.

El 23 de marzo acudí puntual a mi cita y en el punto de encuentro un hombre enfundado en una gabardina y escondido tras unas gafas de sol me entregó un sobre con una tarjeta de embarque en la que se leía: “Gate B-25. Hora de embarque: 12:45”

Miré mi reloj y eran las 12:55. Corrí hacia el control de pasaportes y busqué la puerta B-25. No me extrañó cuando al llegar no vi a nadie pues pensé que yo debía ser el último pasajero. Entregué mi tarjeta a la señorita que estaba detrás del mostrador y entré rápidamente por el finger. Saludé a los asistentes de vuelo que me recibieron a la entrada del avión y cuál fue mi sorpresa al comprobar que el avión estaba totalmente vacío. Yo era el único pasajero.

Apenas me di cuenta que la puerta del avión se cerraba y que el avión comenzaba a moverse. La azafata me indicó que me sentara y me abrochara el cinturón. En breve íbamos a despegar. Por un momento pensé que estaba soñando pero no, aquello era cierto y me estaba sucediendo a mí. El viaje acababa de empezar.

No sé cuánto tiempo duró el trayecto pues mi reloj se paró a las 13:05 y aunque le pregunté varias veces a la azafata, ésta siempre me respondía que todavía era pronto. Debo confesar que en algún momento sentí algo de temor pues la situación era totalmente desconocida para mí y algo inquietante.

Cuando por fin aterrizamos, la azafata se acercó con un pañuelo y me comentó que debía taparme los ojos antes de salir del avión. Se abrió la puerta y noté una ráfaga de aire frío en mi cara que me recordó que no estaba dormido, que aquello no estaba siendo un sueño. No sabía si era de día o de noche, puesto que las ventanillas del avión estaban tapadas y no era capaz de adivinar las horas que había durado el vuelo. Anduvimos unos cuantos metros por lo que deduje sería la pista de aterrizaje y entramos en un local cerrado pues el aire frío cesó. Oía voces pero no entendía lo que decían. Hablaban en un idioma que desconocía. Alguien me pidió que siguiera con los ojos vendados. Me subieron a un vehículo y me condujeron durante un buen rato hacia otro lugar. Por fin me permitieron quitarme la venda y puede observar dónde me encontraba.

No me costó acostumbrarme a la luz, ya que el día estaba algo nublado. Lo primero que hice fue mirar a mi alrededor para intentar situarme, pero mi desorientación no desapareció. El entorno que me rodeaba era un espacio natural pero falto de vegetación. También me llamó la atención la ausencia de edificaciones, al menos tal y como nosotros las conocemos. Se distinguía un trazado irregular de caminos de tierra que bordeaban unos montículos, algo así como unas pequeñas colinas, totalmente cubiertas de hierba de un verde intenso. Se olía a humedad y en los caminos había algunos charcos, lo que me hizo pensar que había llovido hacía poco. No se divisaban ni coches ni otro tipo de vehículos, ni tampoco mobiliario urbano. El Jeep que me había llevado hasta allí se alejó con discreción y me quedé sólo, sin saber qué hacer.

Miré mi reloj y había vuelto a funcionar; ¡eran las 13:05! De uno de los montículos apareció una persona que vestía una túnica gris que le cubría de la cabeza a los pies por lo que no podía distinguir si se trataba de un hombre o una mujer. Se acercó a mí y me habló, pero sólo pude entender una palabra. El idioma en el que me hablaba era desconocido, semejante a las voces que había escuchado en el lugar del aterrizaje. Tampoco por la voz fui capaz de distinguir el sexo de mi anfitrión.

Me señaló con una mano uno de los montículos de tierra, en el que había una pequeña puerta. Interpreté que me invitaba a pasar y así lo hice. El interior de aquel túmulo era espectacular. Con una altura máxima en el punto central de unos siete metros, estaba compartimentado en diferentes niveles, a modo de pisos, separados con listones de madera y unidos entre sí mediante escaleras. Cada uno de los pisos estaba acondicionado para un determinado uso: dormitorio, almacén, cocina. La luz entraba sólo por un orificio situado en la parte superior y por la puerta de acceso. Por un momento sentí que retrocedía a mi infancia, a aquellos libros de cuentos que me explicaban historias de enanitos y de gnomos que vivían en el bosque, en sus casitas hechas en enormes setas o dentro de los troncos de los árboles secos.

En un rincón de lo que parecía ser el comedor, había otra persona igualmente vestida con la túnica gris. Se acercó a mí y volvió a hablarme en el mismo idioma. De nuevo entendí aquella palabra: DROGHEDA. ¿Qué significaba?

Monólogo "Viuda"

Cariño, perdonarás que no te haga más compañía, pero cada vez que entro en esta habitación siento náuseas. Ya sabes que no soporto el olor a incienso. Le he dicho a tu madre cien veces que lo apague, pero ya la conoces, es terca como una mula y siempre va a la suya.

Acabo de despedir a Antonio, el médico que tenía la consulta en el ático ¿te acuerdas de él? Bueno, ahora tampoco importa mucho. Por cierto, que esta noche tampoco me podré quedar. Luisa está algo malita ¿sabes? No sé muy bien qué le pasa, mamá me ha dicho que le duele el estómago. Pobrecita, ella sí que está sufriendo. Seguro que no te importa que no me quede ¿verdad? Así también aprovecharé para cambiarme de ropa. Tu madre me ha llamado la atención por mi vestido azul cielo y mi pañuelo floreado. Y lo que yo le he dicho, que no me puse luto ni cuando enterramos a mi padre.

No te puedes imaginar la cantidad de gente que ha venido a darte su último adiós. No te he dicho que esta mañana estuvo aquí Don Gonzalo y tu empresa ha enviado un cojín de flores muy bonito, por cierto.

Ay cariño, sólo Dios sabe cuánto te he llegado a querer y de lo que fui capaz de hacer por ti. Por ti y por Luisa, nuestra querida hija. Y, ahora, cuando estaba a punto de confesártelo todo, te vas, así, sin más, sin ni siquiera avisar. Pero yo no puedo callar por más tiempo, debo decírtelo, aunque sé que te resultará doloroso.

Estabas tan orgulloso con tu ascenso, que no te paraste a pensar cómo te lo habían podido conceder, después de haber cometido el desfalco. Sí, cariño, sabíamos lo del desfalco. Lo sabía el director del Banco y lo sabía yo. Don Gonzalo me llamó una tarde a casa y me dijo que debía decirme algo sobre ti de vital importancia. Me quedé intrigada, la verdad y nos citamos esa misma tarde en una cafetería de las afueras. Me lo explicó todo, cariño. Te habían descubierto y tenían intención de despedirte y denunciarte. Yo le rogué que no lo hiciera, que devolveríamos el dinero, pero cuando me dijo de qué cantidad se trataba, creí morirme. ¿Cómo pudiste hacer algo así? Éramos felices con lo que teníamos, no necesitábamos nada más. Don Gonzalo ha sido siempre muy mujeriego ya lo sabes, y yo le gustaba. Tú bromeabas al respecto y yo te seguía la corriente, diciéndote que tampoco estaba nada mal para su edad, pero lo que no te podías imaginar es que durante estos dos años, he estado pagando tu deuda complaciendo los deseos de Don Gonzalo. Lo nuestro fue un trato, una transacción económica. Durante dos años sería su amante y luego tu deuda quedaría zanjada. Pero ya sabes lo que dicen, que el roce hace el cariño y lo que comenzó siendo una dolorosa obligación, pues se convirtió en un momento deseado y sí, para qué te voy a engañar, que me he acabado enamorando de él.

Y te lo pensaba decir, de verdad, pero el destino ha querido que no vivieras para saberlo. Mira, mejor, te has ido feliz, ignorando la verdad y ahora tu tumba guardará mi secreto.

Relato fantástico

El olor a humedad era intenso. Todo lo que tocaban estaba mojado. Hasta los escasos alimentos que conseguían ingerir tenían aquel inequívoco y desagradable sabor a moho. Todo lo que la vista podía alcanzar a través de las pequeñas ventanas de la cuarta planta, era agua, agua que les acompañaba desde hacía semanas. Lo único positivo era que ya no escuchaban el repiqueteo insistente de la lluvia sobre la precaria uralita del tejado. Por fin había dejado de llover.

Las primeras plantas estaban inundadas. Habían podido salvar parte de las provisiones pero la casi totalidad de las mantas y los colchones que se guardaban en el sótano, se habían perdido. Y los que habían podido salvar estaban tan húmedos que se hacía imposible conciliar el sueño sobre ellos.

Estaban preocupados por Gregor. Les había dicho que volvería en menos de 24 horas y ya habían pasado cerca de tres días. La inquietud inicial de la partida, se había transformado en temor, al ver que no regresaba.

Había estado más de tres semanas lloviendo casi sin interrupción. Al principio pensaron que sería otro episodio de unos días, como era costumbre, pero pronto se dieron cuenta que aquello era diferente, que iba para largo. Al principio fue una lluvia torrencial que inundó rápidamente y casi por sorpresa el sótano. Luego le siguieron la primera planta y poco después la segunda. Aquel edificio abandonado, que les había parecido tan seguro cuando unos meses atrás habían decidido instalarse, se había convertido también en su prisión, pues no había forma de salir de él. Sólo Gregor se había atrevido. Se trataba de un edificio centenario, típico de finales del siglo XX. Un pequeño centro comercial de la época, en el que tanto se podía ir al cine, como aprovisionarse en el supermercado o comprar ropa y otros enseres en sus diferentes plantas. Cuando ellos llegaron, hacía años que había sido arrasado; nada quedaba en sus estanterías, pero al menos tenían un techo bajo el que cobijarse.

África miró una vez más su localizador personal. Apenas emitía señal. La batería se recargaba con luz solar y ya ni se acordaba de la última vez que vio lucir el sol. Una consecuencia más del Caos. Si dejaba de funcionar definitivamente, perdería todo contacto con Gregor. Eso la puso aún más nerviosa. Instintivamente posó su mano sobre su vientre hinchado y lo acarició con ternura. Ya estaba de cinco meses.

Su grupo lo formaban veintinueve personas, casi todos mujeres y ancianos. Los niños fueron los primeros que enfermaron después del Caos y la gran mayoría murió. Los que sobrevivieron quedaron con graves secuelas físicas. Los que nacieron después, no sobrevivían al primer año de vida. Nadie había podido averiguar el motivo que provocaba sus muertes, pero lo cierto era que la población se envejecía y cada vez menos mujeres jóvenes se quedaban embarazadas.

En uno de los refugios en los que Gregor había estado de pequeño, durante la larga calma del segundo lustro, había escuchado a unos extranjeros hablar de un lugar en el mundo en el que el Caos no había existido. En aquel lugar lucía el sol y los ríos llevaban un caudal abundante que se nutría del agua del deshielo de las nevadas montañas. Las cosechas se sucedían según la temporada y los ganados pastaban libremente. No había escasez de alimentos y, lo más sorprendente, las mujeres daban a luz a niños sanos. Pero Gregor era muy pequeño cuando oyó ese relato y no recordaba el nombre de aquel lugar maravilloso. No fue hasta unos años más tarde que lo recordó. Fue cuando la conoció; su nombre era el mismo que aquellos hombres habían mencionado. Desde ese momento, encontrar aquel lugar se convirtió en una obsesión para él. Pero cuando se enteró que su mujer estaba embarazada, supo que su hijo sólo tendría una esperanza si conseguía llegar hasta África.

domingo, 13 de julio de 2008

Relato libre

Aquella fría mañana de otoño Beatriz se despertó inquieta. Había estado toda la noche soñando y, aunque no recordaba lo soñando, le había dejado una sensación de angustia. No había descansado lo suficiente y eso la molestaba de sobremanera. Llevaba unos meses que no dormía bien, debía ser cosa de la edad. Dicen que un síntoma de la menopausia es el insomnio. Y Beatriz ya tenía 53 años.

Le costó despegarse de las sábanas pero aun con los ojos medio cerrados, logró llegar al baño. Una ducha la devolvería al mundo de los vivos.

Cuando bajó a la cocina y abrió la puerta del jardín para recoger La Vanguardia, comprobó que estaba lloviendo. Era el día perfecto para levantar el ánimo. Y para colmo, tenía dos exámenes en la Facultad.

Mientras desayunaba los mismos cereales con leche de cada mañana, comenzó a ojear el periódico. Siempre se detenía en las páginas de necrológicas. Le gustaba leer las esquelas funerarias. Y fue entonces cuando le pareció ver un nombre conocido. Tuvo que leer dos veces aquella esquela pues no daba crédito a sus ojos:

“LILIANA MARLETTA BUZZOLONE, había fallecido a la edad de 57 años”

A Beatriz se le escaparon unas lágrimas mientras leía la esquela de Liliana.

Rápidamente se vistió y se fue para la Universidad. En su despacho tenía las fichas de sus alumnos y quería ponerse en contacto con la familia de Liliana. La había conocido al inicio del curso, pero no fue hasta aquella tarde, hacía unos meses, en que se presentó en su despacho para decirle que dejaba las clases, que no supo su verdadera historia.

Liliana, italiana de nacimiento, había llegado a Barcelona junto a sus padres y un hermano menor cuando apenas tenía nueve años, a finales de los años 50. El viaje desde Génova, en barco, fue largo y pesado. Al principio le costó adaptarse, echaba de menos sus amigas, su casa, su escuela. Durante muchos meses después de su llegada, aún pedía a sus padres que la llevaran al puerto, para coger un barco de vuelta a casa. Pero con el paso del tiempo fue aceptando su nueva vida. Se casó joven con Jacobo, un joven emprendedor del que se enamoró perdidamente. Fruto de ese matrimonio nació al año su hija Rebeca. Su matrimonio duraba ya más de 25 años. No era una mujer especialmente hermosa, a pesar de esa piel de porcelana que tanto llamaba la atención, muy a su pesar, pero sabía sacar partido a su cuerpo delgado y proporcionado y a su melena negra. Solía vestir discreta y gustaba de permanecer siempre en un segundo plano. Su existencia durante todos esos años había transcurrido tranquila, desapercibida, sin preocupaciones, hasta el verano anterior. Pero ya no podía aguantar más su tristeza y no se sentía con fuerzas de continuar. Prefería dejar la universidad.

A Beatriz le conmovió la historia de aquella mujer. Después de esa tarde, hubo más tardes en las que Liliana le confió sus miedos y sus tristezas. Y la alumna se convirtió en amiga. La convenció para que continuara estudiando, algo por lo que tanto se había ilusionado.

Cuando llegó a su despacho, buscó en su ordenador el curso de Liliana. Marcó el teléfono de su casa y le respondió una voz masculina, que resultó ser la de Jacobo, su marido. Beatriz quiso saber qué había sucedido. Y aquel hombre, con voz temblorosa y triste, le explicó la desgracia. Liliana estaba limpiando un farolillo de la terraza, subida a una escalera colocada peligrosamente cerca de la baranda. Suponían que la escalera debió ceder y ella perdería el equilibrio, con tal mala fortuna que se precipitó al vacío. Una caída desde seis pisos, fue mortal.

Sentí un escalofrío en mi interior y no pude evitar pensar que aquella caída podía no haber sido accidental. Liliana todavía no había podido aceptar la trágica muerte de su hija hacía unos meses y se había sumido en una depresión de la que intentaba salir. Pero tal vez el recuerdo de su hija desaparecida fuera más fuerte que las ganas de seguir viviendo.

Diáologo a cuatro voces

Seguía lloviendo y la niebla continuaba con sus idas y venidas. Aurora estaba algo intranquila porque cada vez quedaban menos horas de luz y no estaba segura de ir por el camino correcto. Desde que el grupo se disgregara hacía ya más de una hora, había intentado volver a encontrar a sus compañeros, pero sin éxito, por lo que decidió buscar soluciones de emergencia para ella y para sus tres amigos. La situación era complicada porque si seguían adelante en busca del refugio y el camino escogido resultaba ser erróneo, la noche se les echaría encima y pasarla al raso, mojados, y con la temperatura descendiendo a medida que atardecía, resultaba peligroso. Pero dar media vuelta y deshacer lo andado tampoco era sinónimo de tranquilidad, porque el camino estaba resbaladizo, cada vez se veía menos y la niebla podía desorientarlos.

Fernando estaba algo recuperado de su desfallecimiento, al menos ya no se mareaba. Se había encontrado mal poco después de comenzar la ascensión y había tenido que detenerse para recuperar fuerzas. Aurora, Carlos y Julia se habían quedado con él. Fue entonces cuando se separaron del resto del grupo y ya no volvieron a encontrarse.

- Deberías beber algo dulce –dijo Aurora a Fernando ofreciéndole un zumo- la glucosa te irá bien.

- No sé –respondió Fernando- me da miedo que vuelva a vomitar.

- Tal vez has tenido un corte de digestión –comentó Julia- a mí me pasó una vez y me sentí fatal, mareos, vómitos, algo así como tú.

- No sé si ha sido un corte de digestión o simplemente una bajada de tensión, pero por un momento creí que perdía el conocimiento.

Se habían resguardado en un pequeño saliente de roca que les protegía de la lluvia. Carlos aprovechó el momento para sacar el mapa e intentar ubicarse.

- El refugio debe estar siguiendo este camino, el que va paralelo al río –comentó.

- Yo creo que sí –prosiguió Aurora-. Lo que no entiendo es cómo no nos hemos vuelto a encontrar con el resto del grupo.

- Porque tal vez no vamos por el buen camino –interrumpió Julia-. Recuerda Aurora que la última vez que les oímos estaban mucho más arriba que nosotros.

- Ya lo sé, pero el refugio está al final del camino, y el camino correcto es el que va paralelo al río. ¿Tú que opinas, Carlos?

- Estoy de acuerdo contigo, Aurora, pero ahora lo que más me preocupa es que se está haciendo de noche y calculo que quedarán unas dos horas de camino. No llegamos con la luz del día.

Fernando se había acabado el zumo y se sentía recuperado. La lluvia había cesado aunque la niebla continuaba con su vaivén. Eran las cinco de la tarde, y sí, no les quedaba mucho tiempo de luz.

-Propongo que nos volvamos –pronunció Carlos, con voz seria y cargada de decisión-. Es lo más sensato.

- Yo no estoy en condiciones de pasar la noche al raso –intervino Fernando-. Tal vez sea más seguro regresar hacia lo conocido que dirigirnos hacia un destino incierto.

- No sé, si regresamos también se nos hará de noche y luego tenemos los 10 kilómetros de pista…

- Pero ese camino ya lo conocemos Julia –interrumpió Aurora-.

Aurora miró su móvil una vez más y comprobó que seguía sin tener cobertura.

- Bueno, ¿qué hacemos? –preguntó nerviosa, dirigiéndose a sus compañeros-. Sea lo que sea nos tenemos que decidir ya.

En ese momento oyeron voces procedentes del camino y pensaron que serían sus compañeros. Pero se trataba de otro grupo de excursionistas que regresaban una vez concluida la actividad.

- ¿Venís del refugio? –preguntó inmediatamente Aurora.

- Si –respondió uno de los chicos.

- ¿Os habéis encontrado con un grupo de siete personas? –siguió interrogando Aurora.

- No –contestó el mismo chico.

- Porque éste es el sendero que lleva al refugio, ¿no? –insistió Carlos.

- Sí, pero no hemos visto a nadie –dijo una de las chicas del otro grupo.

Era obvio que si ellos iban por el camino correcto, sus compañeros eran los que estaban perdidos. O tal vez habían decidido dar media vuelta y volver al pueblo.

Ahora la decisión era clara. Ellos también regresaban.

Personajes

Elisa entró ligera, marcando con sus tacones el ritmo de cada paso. Sabía que haciéndolo llamaba la atención, pero eso era precisamente lo que buscaba. No en vano se había pasado casi una hora delante del espejo, maquillándose y arreglándose el cabello. Era el ritual diario y rutinario, del que ya no podía desprenderse. A su paso iba dejando un rastro inequívoco de perfume caro, que contribuía aún más a que su presencia no pasara inadvertida.

Saludó a Pierre y le pidió un Martini (Pierre ya sabía que lo quería Blanco) y se dirigió hacia la mesa de la palmera, en el rincón más glamoroso del local. Antes de sentarse, se miró de reojo en el espejo de enfrente y comprobó que su entallado traje de chaqueta le quedaba impecable.

En su reloj de marca faltaban cinco minutos para las dos, la hora en que había quedado con Aitor. "Justo a tiempo", pensó.

En el otro extremo de la ciudad, Aitor conducía su SEAT Ibiza a toda velocidad, saltándose los semáforos en rojo. Sabía que si llegaba tarde, Elisa se pondría hecha una furia, y no quería comenzar la reunión con malas caras. Pero lo tenía difícil, había salido tarde del despacho y había tenido que volver al darse cuenta de que se había olvidado la cartera. Después de comer con Elisa debía visitar un cliente y presentarle unos documentos que precisamente guardaba en su cartera.

Le había dado mil vueltas al motivo por el que su ex le había citado. Cuando le llamó, unos días atrás, fue muy escueta. Simplemente quería hablar con él para proponerle algo. Él no se atrevió a preguntarle nada más, siempre había ejercido ese poder sobre él: Sus deseos eran órdenes. Nunca se discutían.

Por fin llegó a Chez la Galette. Odiaba ese lugar, imitación de un “bistrot” francés, con esa apariencia decadente que tanto agradaba a su ex. Tuvo suerte y pudo estacionar el vehículo a pocos metros de la entrada. Antes de descender del coche se miró en el espejo retrovisor. Pensó que debía haberse afeitado pero esa mañana se había dormido y había salido de casa disparado. Se fijó en su corbata, creía que no le combinaba con el traje; nunca había sido muy diestro en esos menesteres y, para colmo, advirtió una pequeña mancha en una de las solapas de la americana.

Cuando entró en el restaurante un cierto nerviosismo se apoderó de él. No había vuelto a ver a Elisa desde aquel 15 de noviembre de hacía cuatro años, cuando cerró por última vez, la puerta de la casa que había compartido con su pareja durante más de siete años. La separación había sido dolorosa. Él quería tener hijos y ella no pensaba renunciar a su carrera profesional por la maternidad. No consiguieron llegar a un acuerdo y la ruptura fue inevitable.

Aitor buscó con la mirada el rincón de la palmera y allí la descubrió, altiva y elegante como siempre, y hermosa, incluso más que hacía cuatro años. Su nerviosismo aumentó.

Cuando Aitor la saludó, Elisa se levantó y le dio un beso en la mejilla. Se aproximó Pierre y les entregó las cartas para que escogieran el menú, lo que aprovechó Aitor para pedir una cerveza. Se disculpó ante Elisa por haber llegado tarde y ella le respondió que no se preocupara. Hubo un momento de silencio, la tensión era evidente y Aitor estaba expectante ante lo que Elisa debía decirle.

-Aitor –dijo al fin sin más preámbulos- te he llamado para pedirte un favor, algo muy importante para mí. Tengo 38 años y he decidido que quiero ser madre y que quiero afrontar mi maternidad sola. Pero no deseo que el padre de mi hijo sea un desconocido, por eso quería pedirte si tú estarías dispuesto a ser mi donante de semen.