lunes, 14 de julio de 2008

Relato fantástico

El olor a humedad era intenso. Todo lo que tocaban estaba mojado. Hasta los escasos alimentos que conseguían ingerir tenían aquel inequívoco y desagradable sabor a moho. Todo lo que la vista podía alcanzar a través de las pequeñas ventanas de la cuarta planta, era agua, agua que les acompañaba desde hacía semanas. Lo único positivo era que ya no escuchaban el repiqueteo insistente de la lluvia sobre la precaria uralita del tejado. Por fin había dejado de llover.

Las primeras plantas estaban inundadas. Habían podido salvar parte de las provisiones pero la casi totalidad de las mantas y los colchones que se guardaban en el sótano, se habían perdido. Y los que habían podido salvar estaban tan húmedos que se hacía imposible conciliar el sueño sobre ellos.

Estaban preocupados por Gregor. Les había dicho que volvería en menos de 24 horas y ya habían pasado cerca de tres días. La inquietud inicial de la partida, se había transformado en temor, al ver que no regresaba.

Había estado más de tres semanas lloviendo casi sin interrupción. Al principio pensaron que sería otro episodio de unos días, como era costumbre, pero pronto se dieron cuenta que aquello era diferente, que iba para largo. Al principio fue una lluvia torrencial que inundó rápidamente y casi por sorpresa el sótano. Luego le siguieron la primera planta y poco después la segunda. Aquel edificio abandonado, que les había parecido tan seguro cuando unos meses atrás habían decidido instalarse, se había convertido también en su prisión, pues no había forma de salir de él. Sólo Gregor se había atrevido. Se trataba de un edificio centenario, típico de finales del siglo XX. Un pequeño centro comercial de la época, en el que tanto se podía ir al cine, como aprovisionarse en el supermercado o comprar ropa y otros enseres en sus diferentes plantas. Cuando ellos llegaron, hacía años que había sido arrasado; nada quedaba en sus estanterías, pero al menos tenían un techo bajo el que cobijarse.

África miró una vez más su localizador personal. Apenas emitía señal. La batería se recargaba con luz solar y ya ni se acordaba de la última vez que vio lucir el sol. Una consecuencia más del Caos. Si dejaba de funcionar definitivamente, perdería todo contacto con Gregor. Eso la puso aún más nerviosa. Instintivamente posó su mano sobre su vientre hinchado y lo acarició con ternura. Ya estaba de cinco meses.

Su grupo lo formaban veintinueve personas, casi todos mujeres y ancianos. Los niños fueron los primeros que enfermaron después del Caos y la gran mayoría murió. Los que sobrevivieron quedaron con graves secuelas físicas. Los que nacieron después, no sobrevivían al primer año de vida. Nadie había podido averiguar el motivo que provocaba sus muertes, pero lo cierto era que la población se envejecía y cada vez menos mujeres jóvenes se quedaban embarazadas.

En uno de los refugios en los que Gregor había estado de pequeño, durante la larga calma del segundo lustro, había escuchado a unos extranjeros hablar de un lugar en el mundo en el que el Caos no había existido. En aquel lugar lucía el sol y los ríos llevaban un caudal abundante que se nutría del agua del deshielo de las nevadas montañas. Las cosechas se sucedían según la temporada y los ganados pastaban libremente. No había escasez de alimentos y, lo más sorprendente, las mujeres daban a luz a niños sanos. Pero Gregor era muy pequeño cuando oyó ese relato y no recordaba el nombre de aquel lugar maravilloso. No fue hasta unos años más tarde que lo recordó. Fue cuando la conoció; su nombre era el mismo que aquellos hombres habían mencionado. Desde ese momento, encontrar aquel lugar se convirtió en una obsesión para él. Pero cuando se enteró que su mujer estaba embarazada, supo que su hijo sólo tendría una esperanza si conseguía llegar hasta África.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta la versatilidad que tienes para tocar temas muy diversos.

Desde el silencio.