martes, 1 de julio de 2008

La Ciudad Blanca

Cuantas veces habíamos paseado hasta este lugar, lejos de la ciudad. Nos gustaba contemplarla a través de esa distancia que roba el detalle y emborrona las formas pero que permite captar una visión completa y delimitada. Desde allí la ciudad nos consentía formar parte de ella, nos integraba como un órgano más de su cuerpo. Después llegaron las discusiones, los desencuentros, las perdidas, la separación y ya no volvimos.
Ahora, contemplo las altas torres de oficinas, el núcleo denso del centro con sus calles estrechas, torcidas, y el tejido granuloso de los barrios humildes desperdigados alrededor, adentrándose en los campos. Desde el mismo lugar, la ciudad que veo ya no es la misma, ya no me espera, ya no nos contiene.
Sus colores han cambiado resplandece, pálida al sol de la mañana, blanca como nunca ha sido. Nada tiene el color ni la textura que tenía antes: los tejados ya no son del color de la tierra, de los carteles han desparecido las imágenes multicolores, las paredes han perdido la textura de ladrillo, las calles el gris del asfalto y la arboleda el verde de las hojas. Todos los materiales, texturas, olores y colores se han borrado. La ciudad permanece, reconocible, pero vacía de vida, neutra y distante, como un esbozo recién trazado, como una idea.
Mientras me acerco echo de menos los olores, no todos buenos, que la anunciaban y le daban su personalidad: el humo de los coches, el aroma de la arboleda en primavera y el olor fresco a colonia de la gente, por las mañanas, al salir de casa hacia sus lugares de trabajo.
Cuanto más me aproximo más ajenas me resultan las calles que antes tanto conocía. Y en el color blanco de los muros comienzo a vislumbrar pequeñas manchas oscuras, en hilera, como hormiguitas llenándolo todo. Por el suelo de las aceras, en el asfalto de las calles y en las puertas y las ventanas, largas filas de letras lo recorren todo. Los detalles se han desvanecido y en las paredes solo quedan, escritas, las palabras que allí se dijeron. La mayoría son pequeñas palabras de gente anónima: «Hola, ¿Que tal tus hijos?»; otras frases grandes y ampulosas de gente muy conocida: «Vamos a cambiarlo todo», «Disfruta Aquarius».
En las paradas de autobús encuentro cientos de frases intrascendentes: «Parece que va a llover»; «En el último minuto y de penalti»; y en las esquinas de las calles permanecen frases que se doblan en ángulo: «Perdona, ¿Tienes un cigarro?».
En cualquier lugar donde mire puedo leer lo que allí se dijo; en las tiendas, en los bancos. Leo, en el suelo de las panaderías, repetidas y escritas con pequeñas letras: «¿El último? Por favor»
Nadie espera para recibirme, la gente ha abandonado las ciudad; en ella solo quedan las conversaciones, sus vidas habladas. Busco mi calle y doblo por la esquina de siempre. Reconozco las casas de mi barrio, bajas y tranquilas, las de mis vecinos, que visitábamos a menudo, la nuestra.
Recorro la familiar hilera de viviendas simétricas y aparentemente iguales, con sus garajes a pie de calle y sus balcones, en el primer piso, asomándose a la calle.
Encuentro mis adióses escritos en el bordillo de la acera, justo donde aparcaba el coche. Y en la puerta de casa leo sus despedidas, cariñosas, y también sus gritos —«No vuelvas nunca»— y mis portazos, como onomatopeyas, grabadas al lado de la cerradura. «Pum». Paso por el vestíbulo y me agacho para acariciar la moqueta, blanca ahora, pero aun rugosa y gastada; llena de algunos «he vuelto» sucios y pisados.
En las paredes del salón permanecen las discusiones gritadas. Las palabras de reproche, lanzadas en las peleas, manchan la tela del sofá y las palabras de cariño, susurradas en las reconciliaciones se diluyen en las costuras de los cojines. Nuestras idas y venidas siguen garabateadas en los muros, resbalan en los cristales de las ventanas, se evaporan entre el humo de la chimenea hacia el cielo de la ciudad y se pierden entre tantas de otros.
Subo al piso y al pasar ante la puerta entreabierta de la habitación no tengo valor para mirar; paso de largo intuyendo letras, en su silencio, que no quiero leer. Más allá, al final del pasillo, en un cajón del escritorio del estudio, encuentro aquello que vine a buscar, mi diario, mi vida relatada. Lo cojo con manos temblorosas y lo abro. Me sorprenden páginas y páginas en blanco, no queda nada de lo que allí conté. Todas las letras, todas las palabras, se han ido.
Triste, vuelvo a las calles de siempre, y emprendo el recorrido hacia la estación. La calle acaba huérfana, escrita. Ya no leo más, no quiero saber nada más de las vidas de los demás. La mía, borrada, queda aquí, impregnada en la ciudad que me ha robado.
El vestíbulo de la estación me acoge generoso y me envuelve en palabras que desconocidos han lanzado entre bostezos a la taquilla: «Deme un ida y vuelta», «¿Sabe si el tren para en X.?». Los andenes están rebosantes de saludos y despedidas: «Abrígate», «Llama cuando llegues». Me abruman letras y más letras, en el bordillo del andén y entre las regulares losas del pavimento gris. Me sitúo donde solía hacerlo, esperando un tren que ciertamente ya ha pasado. Lo único que ahora deseo es irme de aquí, dejar la ciudad blanca con sus mensajes y sus vidas muertas. Encuentro en el suelo, entre tantas, una escritura que mi mano reconoce, una voz cercana, los trazos de mi caligrafía mezclados con los de tantas voces ajenas. Me agacho para ver mejor y ,en la piedra desgastada de partidas y llegadas, puedo leer escrito de mi propia mano «Me voy».
«Efectivamente –pienso–, ya me he ido».

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Xavi,
Excelente. Me gusto cuando lo leiste en clase. Me gusto cuando lo leí la primera vez sobre papel y me sigue gustando colgado aqui en el blog. Es un relato cargado de nostalgia y poesía y como no, fantasía
Joan

Maite dijo...

Cuando leiste este relato, me di cuenta de que teníamos un escritor talentoso en clase. Envidio mucho (y sanamente) tu manera de escribir.

David Finch dijo...

Un relato precioso xavi.Es increiblemente visual,tus descripciones son estupendas.está muy bien escrito,has ultilizado muy bien los distintos planos de descripción,tanto física como sentimental.Veo este relato rodado en cine para construir un cortometrajedonde no habría ningún diálogo,solo imágen...
¡Es la hostia Xavi!