domingo, 13 de julio de 2008

Relato libre

Aquella fría mañana de otoño Beatriz se despertó inquieta. Había estado toda la noche soñando y, aunque no recordaba lo soñando, le había dejado una sensación de angustia. No había descansado lo suficiente y eso la molestaba de sobremanera. Llevaba unos meses que no dormía bien, debía ser cosa de la edad. Dicen que un síntoma de la menopausia es el insomnio. Y Beatriz ya tenía 53 años.

Le costó despegarse de las sábanas pero aun con los ojos medio cerrados, logró llegar al baño. Una ducha la devolvería al mundo de los vivos.

Cuando bajó a la cocina y abrió la puerta del jardín para recoger La Vanguardia, comprobó que estaba lloviendo. Era el día perfecto para levantar el ánimo. Y para colmo, tenía dos exámenes en la Facultad.

Mientras desayunaba los mismos cereales con leche de cada mañana, comenzó a ojear el periódico. Siempre se detenía en las páginas de necrológicas. Le gustaba leer las esquelas funerarias. Y fue entonces cuando le pareció ver un nombre conocido. Tuvo que leer dos veces aquella esquela pues no daba crédito a sus ojos:

“LILIANA MARLETTA BUZZOLONE, había fallecido a la edad de 57 años”

A Beatriz se le escaparon unas lágrimas mientras leía la esquela de Liliana.

Rápidamente se vistió y se fue para la Universidad. En su despacho tenía las fichas de sus alumnos y quería ponerse en contacto con la familia de Liliana. La había conocido al inicio del curso, pero no fue hasta aquella tarde, hacía unos meses, en que se presentó en su despacho para decirle que dejaba las clases, que no supo su verdadera historia.

Liliana, italiana de nacimiento, había llegado a Barcelona junto a sus padres y un hermano menor cuando apenas tenía nueve años, a finales de los años 50. El viaje desde Génova, en barco, fue largo y pesado. Al principio le costó adaptarse, echaba de menos sus amigas, su casa, su escuela. Durante muchos meses después de su llegada, aún pedía a sus padres que la llevaran al puerto, para coger un barco de vuelta a casa. Pero con el paso del tiempo fue aceptando su nueva vida. Se casó joven con Jacobo, un joven emprendedor del que se enamoró perdidamente. Fruto de ese matrimonio nació al año su hija Rebeca. Su matrimonio duraba ya más de 25 años. No era una mujer especialmente hermosa, a pesar de esa piel de porcelana que tanto llamaba la atención, muy a su pesar, pero sabía sacar partido a su cuerpo delgado y proporcionado y a su melena negra. Solía vestir discreta y gustaba de permanecer siempre en un segundo plano. Su existencia durante todos esos años había transcurrido tranquila, desapercibida, sin preocupaciones, hasta el verano anterior. Pero ya no podía aguantar más su tristeza y no se sentía con fuerzas de continuar. Prefería dejar la universidad.

A Beatriz le conmovió la historia de aquella mujer. Después de esa tarde, hubo más tardes en las que Liliana le confió sus miedos y sus tristezas. Y la alumna se convirtió en amiga. La convenció para que continuara estudiando, algo por lo que tanto se había ilusionado.

Cuando llegó a su despacho, buscó en su ordenador el curso de Liliana. Marcó el teléfono de su casa y le respondió una voz masculina, que resultó ser la de Jacobo, su marido. Beatriz quiso saber qué había sucedido. Y aquel hombre, con voz temblorosa y triste, le explicó la desgracia. Liliana estaba limpiando un farolillo de la terraza, subida a una escalera colocada peligrosamente cerca de la baranda. Suponían que la escalera debió ceder y ella perdería el equilibrio, con tal mala fortuna que se precipitó al vacío. Una caída desde seis pisos, fue mortal.

Sentí un escalofrío en mi interior y no pude evitar pensar que aquella caída podía no haber sido accidental. Liliana todavía no había podido aceptar la trágica muerte de su hija hacía unos meses y se había sumido en una depresión de la que intentaba salir. Pero tal vez el recuerdo de su hija desaparecida fuera más fuerte que las ganas de seguir viviendo.

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