miércoles, 12 de noviembre de 2008

En la ciudad pequeña

Lo primero que recuerdo es la luz clara, casi brillante y el calor húmedo que se pegaba. La tarde en que llegué a la ciudad yo estaba sentada en un banco en medio de la plaza y entonces lo vi, de pie, apoyado en la farola y con un gesto serio, no pude evitar reír y le hice señas: "¡pareces un payaso!". Se rió él también aunque no sabía lo que le estaba diciendo, se pasó primero la lengua y luego terminó de limpiarse con la mano el helado de fresa.
Él es uno de mis recuerdos más tiernos en la ciudad. Un mechón muy rubio le caía sobre el ojo derecho, fumaba y se pasaba continuamente la mano por el pelo. Venía de muy lejos, me dijo que de un país con mucho hielo. Tenía una forma de pararse con las manos en las caderas que me recordaba al principito, de repente se echaba a andar como si llevara una capa azul que lo protegiera de la gente. Le llamaba mi petit prince, le gustaba pasar el dedo por una pequeña cicatriz que llevo en el hombro, mientras, yo intentaba explicarle que viajar es peligroso, que pueden ocurrir terribles accidentes, que te puedes quedar varado en el desierto con un zorro y una rosa.
Volví a verlo varias veces, tomábamos helados en la plaza, yo acariciaba su cara mientras él decía cosas ininteligibles para mí. En esa plaza hay muchas flores y las cambian a menudo, combinan los colores, las riegan por la noche. Yo suelo echarme allí, hay una manera de hacerlo en que el campo visual queda recortado entre un pino y la cúpula de la catedral. Si de alguna manera logra no escuchar el bullicio de la gente puede transportarse a otro siglo.
Cuando llegué a la ciudad pensé ¡qué pequeña! Y no pensé en nada más porque estuve ocupada en deshacerme de estúpidas obligaciones. No vale la pena que se las diga en detalle, sólo que mi familia me exige un mínimo de presencia y buenos modales para no desheredarme. Pero hoy pienso en que esta ciudad es un buen lugar para esconderse. Hay uno en especial con una fuente de piedra y con escalones de piedra donde el único verde es el del musgo. Los portales son tranquilos, puede estar allí toda la siesta sin que nadie le moleste. Hay otro rincón, me gusta por el morbo, es la Plaza de los Ciegos. Seguro que en la edad media llevaban hasta allí a los ciegos de la aldea para que hablaran entre sí (perdón, ¿sabe usted de qué hablan los ciegos?) El suelo es viejo, muy antiguo, con los pasos cortos marcados en la piedra gastada. Casi se puede ver a los ciegos chocándose todo el tiempo, hablando a gritos, saludándose al reconocer una voz aunque no se pudieran encontrar.
Hay en un muro de la plaza una cueva pequeñita, alguien le pone velas. A veces me quedo esperando a que aparezca el ratón que vive allí, porque supongo que vive un ratón, para ver que tan místico es. Claro, nunca he visto nada. Una vez, sí, encontré un guante. Estaba al lado de la cueva. Tal vez alguien se lo puso para encender las velas. Tal vez era una ofrenda. No lo sé. Quizás el ratón es un protector de ladrones.
Recuerdo que compré en esos días un pequeño aparato para oír música, desde entonces es lo que más hago, no tiene peso, no ocupa espacio y si le puede cargar juegos es mejor que nadie en este mundo. El ratón debe de tener uno porque sale poco. Yo, en cambio lo uso para poder estar fuera, expuesta pero ausente. Casi invisible. Y yo también dejo de verlos. Sólo cuando quiero estiro la mano y aparece alguien del otro lado. Como atravesando un mar. Ya sé que es una ilusión. Pero a veces es compartida. A veces el otro también cree que yo estoy aquí, entonces nos reímos. Damos vueltas en círculo por la ciudad pequeña y nos reímos. A veces, incluso, hago promesas muy serias: te escribiré, nunca olvidaré tu nombre, ya no fumaré más. Entonces pienso en ponerle una vela al ratón, pero enseguida lo olvido y voy por otro barrio.
Recuerdo una conversación con alguien que una noche me interrumpió en mi vagabundeo, me dijo serio, cogiéndome de un brazo:
-Tú, ¿cuántos años tienes?
- …
- ¿Y que haces por aquí?
- …
- ¡Quítate eso para que te pueda hablar! Ven, te invito algo, tengo algo importante que contar.
He visto por la calle unos siameses. No, gatos no, estúpida, siameses, ¿sabes lo que son? Dos personas unidas, pegadas. Aunque para estas estaba bien, sí, bastante bien, compartían del hombro al codo del brazo derecho de una, y del hombro al codo del brazo izquierdo de la otra, bastante bien. Es decir que podían caminar mirando al frente, vestir correctamente y hasta hubieran podido quitarse el sombrero con el brazo pegado al mismo tiempo, si lo hubieran usado, claro. Iban así, pegados por la vida, seguro que fotografiándose con los transeúntes, apareciendo en programas de televisión, y ya me imagino que estarán intentando romper alguna clase de récord para cobrar los derechos por aparecer en el libro de los Guiness.
- Deberían filmar una película porno- sugerí, creo que bastante acertadamente.
- ¿No te parece increíble dos personas viviendo juntas, pegadas, todo el tiempo, para siempre?
- Se les hace fácil cruzar las calles, una mira para cada lado…
- No sé, no sé, sí, muchas cosas deben hacerse más fáciles. Pero ¿no es fantástico? ¿No es una buena historia?
- No, esos dos que viste deben de haber cosido el traje.
-¿Pero no crees que existen esa clase de gentes?
- ¿A que mito te refieres?
- No es un mito, es un sueño. Bueno, está bien, me pillaste, es el nombre de un álbum que compré esta tarde, "Siamese Dream". Es que te pareces a la niña de la portada. Ando buscando similitudes en el mundo, que una cosa se corresponda con otra, que una tenga la parte de la otra que le falta o que le complementa, o sino que se le oponga necesariamente.
-No es lo mismo, no es igual.
- Bueno, pero es algo, luego juntos podrán buscar los opuestos, incluso como espejos, hasta puede ser un efecto amplificador.
- Creo que es tonto lo que estás diciendo.
- ¿No te gustan los dobles?
- ¡No! Me espantan.
- A mí lo doble, lo bi, lo reversible, me excita.
- A mí, lo uno, lo singular. Sólo veo individuos alrededor. No me es fácil encontrar la relación entre uno y otro miembro del conjunto.
- ¿Pero las ves?
- A veces.
- No deberías poder hablar.
- Pero hablo igual.
- Sí, pero hablamos porque una cosa se parece a la otra, por eso las podemos nombrar. En la diferencia absoluta no hay nadie.
- ¿Nunca has estado allí?
- Ni tú, allí no hay nadie, no hay nada, es la muerte.
- Puede ser, puede que en este punto tengas razón.
Se fue poco después. Tal vez sólo quería confirmar su teoría. Smashing Pumpkins seguía sonando, también mentía aquí, no debe haber comprado ningún álbum, sus similitudes no eran mejores que mis diferencias. Yo voy saltando de una en una, de una a otra y de ahí a las demás y se me viene la imagen de los zapatitos rojo brillante saltando en zigzag sobre el empedrado de oro (¿recuerda la película?).
No encontré nada más interesante en esa semana, creo que me fui a dormir temprano por esos días. Mis padres me dejaron un mensaje en el móvil, harían un breve viaje al extranjero, una vez más no se tomaron la molestia de decírmelo personalmente. Igual, para mí era una buena noticia. Siempre tuve en casa esta sensación de impersonalidad. Una vez que la maquinaria se echa a andar da igual que yo pedalee o no, el desayuno siempre está listo, la ropa finalmente limpia y en su lugar. Fueron días de mucha paz. Coincidió con que Max llegó de Londres y trajo muchas cosas, y muy buenas. También llegó el tiempo cálido, las primeras flores, las que dan alergia (por suerte a mí no). En el parque del río hay unas pequeñas, de un rosa muy intenso que son de mis favoritas. Solía ir a leer allí, o a escuchar música o simplemente a estar. Una tarde ella estaba sentada a unos pocos metros de mí. O llegó y se sentó después que yo, no lo sé. Se abanicaba, el pelo se le movía apenas, supongo que sudaba. Yo llevaba una camiseta blanca, de tirantes, y estaba descalza así que no sentía calor. Lo primero que me sorprendió es que ni sonriera ni nada. Me senté cerca y le pregunté de qué iba el libro que leía. Me lo explicó. Sonaba interesante pero no le creí mucho, me parece que no lo estaba entendiendo muy bien. Quizá le intrigara porqué era tan famoso, porqué hace tantos años, siglos que ese libro era tan famoso. La mirada se le ponía lejana cuando hablaba de lo que leía. Y cercana, casi luminosa, cuando me miraba y me preguntaba cualquier otra cosa. Cuando se movía se le abría el cuello de la camisa y se le veía la piel clara con pequitas. Caminábamos mucho, casi desde el principio y sin ponernos de acuerdo. "Las peripatéticas", ella lo dijo. Una vez vimos una película china. De unos barcos de piratas, tenían grandes velas y navegaban en unos mares como cielos. Unos chinitos pobres, con túnicas marrones, vivían en unas colinas de un verde muy suave que estaban rodeadas de pantanos donde cultivaban arroz. Cuando desde la colina que dominaba el golfo veían aparecer los barcos corrían y corrían, y los piratas saqueaban el pueblito y se llevaban unas pobres gallinas y así toda la película, velas rojas y naranjas de barcos piratas, mares azules, colinas verdes, y ninguna historia, o al menos que yo me enterara. Pero a ella le gustó, salió hablando de sublimes metáforas y yo la escuché un rato pero pronto me perdí. Por un instante sentí la melancolía de mi ratón y fue entonces que la besé. Las manos pequeñas, los pechos y los pies pequeños y cinco lunares en la espalda. -Nadie sabe cómo es su propia espalda- me dijo una vez, ¡vaya estupidez!. Entonces yo le conté los lunares presionándolos para que los sintiera y también le dibujé la nuca. Reía mucho y hablaba de los viajes que quería hacer, nunca supe de dónde venía realmente. Intentó explicármelo, me mostró una herida que tenía en la mano. Me habló de un país en el que no hay árboles ni edificios, sólo campos largos. Me pareció interesante. Como por aquella época tenía poco dinero tuve que volver a decir mentiras. Mi familia se hartó bien pronto de mí y otra vez quedé libre. Las cosas mejoraron para nosotras y adoptamos un gato blanco. Pasamos así todo el verano. Una noche desperté en el bar al que habíamos ido juntas, pero ella ya no estaba. –Normal- me dijeron. No la fui a buscar, se quedó con el gato y unas fotos que una vez hicimos en un fotomatón. Me sentí muy pesada e increíblemente vieja, me estiré y no pude tocarme la punta de los pies. Volví a casa y no había nadie, supe entonces que tenía que tomar una decisión. Siempre he admirado mi instinto de supervivencia, mi capacidad de flotar sobre los remolinos. Me pareció que todo lo que había pasado era bueno y me fijé en que aún llevaba en el bolsillo los boletos de un viaje que nunca hicimos. Era un viaje hasta unas montañas muy cerca de aquí, busqué en el google.map adónde deberíamos haber ido y encontré este lugar. Entonces lo supe. Durante el viaje en tren he llegado a la conclusión que lo que he observado detenidamente fuera, esta todo en mi interior. Que lo importante viene aquí conmigo. Que lo que tengo que hacer ahora es quedarme observándolo, repetirlo en mi memoria, y fijarlo de algún modo, con algún medio, para que no desaparezca. He venido aquí para hacer eso. Ya encontraré la manera de relatarlo. Por eso le pido, madre superiora, que me acepte en el convento, quiero iniciarme, quiero ser monja.

2 comentarios:

Eloisa dijo...

Me han gustado mucho las descripciones en general, hacen que el relato tenga un toque mágico, especial. La descripción física del chico rubio, de la plaza, del hueco en la pared, de su ratón... PRECIOSOS.
Por otro lado te diría que se me hace un pelín largo, es como si perdiera el hilo, encuentro poco conflicto (¿conflicto? ¿que es eso, acción? jajaja perdón). Yo lo acortaría un pelín. Elo.

Anónimo dijo...

A mi también me parece que el relato llega a confundir. Los personajes se diluyen y, al menos a mi, me da la sensación que llegan a perderse de la historia. Excelentes descipciones pero es importante siempre dejar medianamente claro que se está contando.
Juan