lunes, 16 de febrero de 2009

Velocidad variable

Aparece como un punto en el infinito de la planicie; una pequeña esfera de polvo que resplandece al sol de la mañana; una mancha que aumenta de tamaño a medida que se acerca. De su alargado cuerpo metálico, aun lejano, un aullido surge anunciando su llegada. El brazo de la barrera tiembla levemente y comienza a girar descendiendo desde su posición vertical. Se detiene cuando su extremo descansa apoyado, en el soporte, al otro lado del camino. Permanece tendida, cortando el paso, con sus franjas rojas y blancas midiendo el tránsito de la gran locomotora.

 Podríamos estar hablando del ruido ensordecedor y del vapor que brota de la chimenea y corre por sus mecanismos internos para conseguir empujar, con esfuerzo, las grandes ruedas de hierro que chirrían contra el metal de los raíles; pero nos puede su peso, nos intimida el tamaño de esa mole de hierro, el viento provocado por todo el aire que desaloja la gran máquina; el movimiento, el vértigo que aísla el exterior del murmullo de vida que proviene de su mundo interno formado por bancos de madera, maletas y pasajeros, que se desplazan por la llanura.

A su paso a la altura de la barrera, los cristales de las ventanillas dejan de reflejar el cielo y permiten observar su interior, una mirada cada vez, una rápida impresión de lo que sucede dentro antes de ser sustituida por la imagen siguiente.

A través de la primera ventanilla vemos al Sr. T, un hombre joven, quizás  no debiéramos llamarle señor, se trata más bien de un muchacho. A su lado una chica, pongamos que se llama A, pongamos que es su novia o más bien que lo era. En un arranque de furia abofetea al chico y acto seguido coge su bolsa de viaje y la lanza hacia el pasillo. T se levanta enseguida y mientras se lleva la mano a la mejilla recoge sus cosas y comienza a avanzar por entre las butacas en dirección a la cola del convoy. Por un momento su cuerpo desplazándose en dirección contraria al movimiento del tren se mantiene en el mismo lugar en el aire; sólo por un instante después la velocidad del tren lo vence y aparentemente se desplaza en sentido contrario a sus pasos y avanza retrocediendo.

En la siguiente fila hay un niño, podríamos llamarle U si este fuera un nombre adecuado para un niño. Está sentado, solo, en el banco mientras  juega con su pequeña locomotora de juguete casi igual a la que arrastra el tren. Ha oído un ruido desde el asiento delantero y por un momento levanta la vista olvidándose de sus juguetes. Reconoce ese sonido, es el ruido de una mano al impactar contra un rostro, como cuando su madre se enfada mucho, pero más fuerte. Se sorprende al observar que quién se levanta frotándose la mejilla no es un niño sino un mayor, y que no llora sino que simplemente se marcha. Un poco avergonzado deja de mirar y sigue jugando. Pasea su pequeño tren por el marco de la ventanilla. Antes de que se pierda de vista, nos da tiempo a preguntarnos si, en el tren de juguete del niño, habrá en una ventana un niño con un tren de juguete y si en este minúsculo tren hay un niño en la ventanilla con un tren infinitesimal y si en este... ¡Basta! El tren sigue avanzando a velocidad regular superando la barrera.

Otra ventanilla, otro banco, otros viajeros. V, el estudiante de ingeniería teclea frenéticamente los botones de su teléfono móvil; a su lado una chica, sería B, lee los mensajes que llegan a su terminal. Creyéndose observada toquetea nerviosamente su minifalda. Pasará algún tiempo antes de que se de cuenta que es el chico llamado V quién se los envía. No se conocen, nunca han hablado; pero lo harán. Gracias al Bluetooth.

Una cortina de color burdeos, opaca e inmóvil, cubre toda la extensión de la siguiente ventanilla y oculta a los viajeros que puedan hallarse tras ella. Nos permite imaginar innumerables posibilidades para la escena que oculta. ¿Quién viaja protegido del sol detrás de la tela? ¿Un hombre solo? ¿Una mujer sola? ¿Dos hombres? ¿Dos mujeres? Infinitas posibilidades. Un hombre y una mujer que se abrazan, escondidos de miradas tras la tela color vino del vagón de un tren que corre por la llanura. Todo esto ocurre en ese momento, justo en ese momento.

Y otra ventana sucede a la anterior, otro agujero de cristal curvado sobre la lisa superficie brillante del vagón; sin marco, sin relieve. Ahora observamos a la señora D y la Sra.  D coge de la mano a su marido mientras se queda medio dormida y a su lado el Sr. Y, su marido, con su cabello cano y la cabeza inclinada hacia el periódico se acuerda de pronto de su hijo y estira el cuello hacia arriba para comprobar si sigue tranquilo su pequeño que está sentado unas filas más adelante, jugando con su pequeña locomotora antigua de juguete.

La velocidad acelera las visiones y las imágenes son cada vez más fugaces, sólo quedan impresiones mientras el tren, veloz, continúa su paso. Una fila vacía ocupa, ahora, el espacio dejado por la anterior; una hilera libre de butacas en número par: cuatro, dos a cada lado del pasillo. Simetría perfecta y la doble transparencia de las ventanillas a cada lado del vagón que nos permite observar el paisaje al otro lado de los raíles a razón de una imagen por ventanilla, una especie de cinematógrafo ralentizado.

Un anciano encorvado va sentado en la siguiente hilera, quieto y sereno, muy quieto y muy sereno. En su boca se dibuja una sonrisa mientras rememora historias de otra época. Recuerda que su abuelo era un ferviente seguidor de la creencia popular que aseguraba que la velocidad, más allá del galope del caballo, producía la desintegración del cuerpo humano, vaporizándolo en sus más elementales partículas: los átomos y como la primera vez que montaron en un tren, el abuelo y la abuela, pensaba que iban a morir los dos y cómo descubrió, con asombro, que no se había desintegrado, para su sorpresa, ni él ni su señora. El Sr. Z apoya su peso en un bastón para poder incorporar su cuerpo hacia la ventanilla. Intenta mirar hacia el exterior con la cabeza muy cerca del cristal para poder observar más lejos, más lejos hacia adelante, hacia el futuro. 

Se diría que el tren no acabará nunca de pasar, que los vagones se funden en uno sólo. En la última fila de butacas del vagón volvemos a ver a un chico, deberíamos llamarle T otra vez,  y está allí, solo, sentado al fondo con su bolsa de viaje en el regazo, la mirada triste y el rostro enrojecido. De pronto se levanta y comienza a avanzar hacia las primeras filas. Su velocidad se suma a la del tren y se proyecta como lanzado por alguna fuerza primaria hacia adelante perdiéndose enseguida de vista, desapareciendo. Y con él se marcha el tren, termina su paso, llevándoselos a todos. 

Pasan unos segundos mientras el ruido se apaga y el polvo se vuelve a posar. El aire desplazado por la gran máquina se calma y vuelve a ocupar su espacio encima de los raíles. Cerca de las vías, donde hace siglos había una barrera metálica con franjas rojas y blancas, vemos tan sólo un pequeño dispositivo electrónico que emite un pequeño zumbido, como para dar por acabado el asunto, y muestra unos datos en su pequeña pantalla. Vibración: normal. Peso: normal.  Velocidad: 400 Km/h.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bueno Xavi, en cuantas ocasiones he pensado en esta sensación. Ver el mundo, ver la vida como si fueras en un tren, a alta velocidad. Muy bien escrito, descrito. Siempre obligas al lector a poner de su parte. Nunca das un mensaje que no lleve a un esfuerzo intelectual. Molt be
Joan

David Finch dijo...

Excepcional Xavi.Me ha encantado. Tu manera de describir,la gran ultilización del subperspectivismo...El simil con las ecuaciones clásicas del cole,genial!Los pasageros,incócnitas,la velocidad,variable...
Se nota el curro que tiene,mi enhorabuena Xavi.